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viernes, 15 de enero de 2010

El conductor del rayo rojo

De pequeño tuvo una querencía nada anormal por los coches de juguete, fue en el servicio militar donde se maleó, donde empezó a trastear con todo tipo de vehículos. Y tenía buena mano, que era capaz de hacer giros imposibles y, casi como se narra en Doble Cero, una magnífica novela de Pascual García, llevar a cabo persecuciones desde delante. Claro, eran los tiempos de un comando Madrid que andaba reventando nucas a militares y soldaditos por doquier. Y él, con tal de conducir, llevaba coroneles, o los buitres que fueran necesarios.

La larga mili se tradujo en miles de kilómetros recorridos y una necesidad imperiosa de quemar embrague. A estas cosas se suele llegar desde pequeñito, por la pesadez del padre adinerado, o porque se han robado coches desde la infancia en el barrio. Pero nuestro tipo, ni por una cosa, ni por la otra. En dos años se sabía los trucos de cualquier robacoches o de cualquier caprichoso de los automóviles. Trucos como la disposición de los pulgares en el volante, sin asirlo con el efecto pinza para que, en caso de golpe trasero o frenazo, no se le descoyuntaran.

Seis meses después de que en el ejército le dieran la blanca (con un valor supuesto, que no demostrado, a pesar de jugar cada día con la muerte) estaba introducido en los círculos de los Rallies al nivel de Charlie Sainz; y en el merodeo de la Formula 1 compadreando con Frenando Alfonso. Tuvo increíbles ofertas que no le convencieron ¡porque tenía que hacer no sé qué otras cosas además de conducir! Mire usted que tontería.

No podía evitarlo. Era algo superior a él. El volante era su vida. Su mayor placer era perderse por autovías, carreteras secundarias y caminos de tierra en su utilitario. El problema era pagar la gasolina y el otro vicio: comer. Así que, tras la experiencia competitiva, se compró un elegante traje negro y se dedicó a trasladar de un sitio a otro, en lujosos automóviles negros, a personalidades y gentes del famoseo. Una empresa de eventos le contrataba cuando eran necesarios sus servicios. Y eso en Madrid, era casi cada día. Su coche siempre a punto. Él, perfecto. Si la Madonna de turno quería charla, daba charla. Y si la cosa iba a mayores…, pues, lo que hiciera falta, pero sin perder la dignidad.

Era un todoterreno del volante, pero no le quedaba tiempo para disfrutar de su utilitario, por lo que en un cambio de rumbo vital aprobó un exámen y se hizo conductor de la EMT de una ciudad de la periferia de Madrid. Los viajeros agradecían la suavidad de las frenadas, la espera en las paradas, que recuperaba ese tiempo perdido en un momento. Pero terminó cansándose de llevar un autobús que no le llevaba a ninguna parte. Un autobús en el que hacía calor en verano y frío en invierno, circunstancias ámbas evitables con algunos ajustes.

La oportunidad surgió. Un amigo le ofrecía un viejo autocar para llevar a una plantilla de trabajadores y trabajadoras, durante cuatro años, de su lugar de residencia, en un pueblecito de Toledo, a una fábrica en un polígono de Madrid. Eran treinta y cinco personas que desarrollaban diversas actividades de escasa cualificación. Nuestro conductor estaba encantado de llevar y traer gente de la suya: trabajadores y trabajadoras por la estepa manchega.

El autocar estaba algo achacoso. Durante dos meses planeó mejoras: lo pintaría de blanco con una larga línea, a modo de relámpago rojo (el rojo era su colory el de su clase). Quitaría los ceniceros, que estaba prohibido fumar y en ese espacio insertaría pantallas de cristal líquido con acceso directo a Internet y entrada a cuatro canales de música diferente y posibiildad de sintonizar emisoras de radio. El objetivo: un viaje cómodo en el que poder escuchar, dormir, navegar… durante la hora y cuarto que duraba el traslado de la ida y la hora y cuarto de la vuelta.

Cada fin de semana lo invertía en dibujar sus ideas y durante dos meses iba comentandolas con la plantilla, que asentía entre debates futbolísticos, de tenis, de baloncesto…

Por fin llegó el gran día. Un domingo por la tarde salía del taller la envidia de los autocares redecorados. Brillante, luminoso. El lunes su clientela subiría a un remozado autocar. Pero no hubo muchos comentarios al respecto, más allá de los parabienes de tres auxiliares administrativas. Era lunes y el asunto era el fútbol.

Durante una semana otros conductores le felicitaban por su obra, muchos trabajadores envidiaban no poder viajar en ese autocar. Dos semanas después, por fin, empezó a haber reacciones. Javi, un líder nato, lanzó su primer comentario: "¿No te parece que la línea esta roja que has pintado es demasiado gruesa? Yo soy del Madrid y esto parece un bus del Atlético. No sé yo si no me gustaba más el color de antes. Ese negro oscuro mate nos daba seriedad. YAtaulfo, "yo creo que no. Que lo que es esto es demasiado blanco y hacen falta más rayas rojas. Que esto parece el bus del Real Madrid. Y yo soy del Atleti. Aunque, no sé yo si no me gustaba más el color de antes. Ese negro oscuro mate nos daba seriedad. El cambio este ha sido demasiado radical".

José Manuel fue algo más lejos: "Yo lo que hecho en falta son los ceniceros. A mí me venía muy bien para meter los mocos semisecos que no permiten que se les dé forma. Al fin y al cabo, el Internés yo no lo miro". Conforme avanzaban los días, las críticas se extendieron, eso sí, con toda educación, a la forma de conducir de nuestro experto. Que si yo cambiaría antes de marcha, que si lo más recomendable era el doble embrague, que si para salir de la curva, que si tal, que si cual.

Sólo los lunes, que el fútbol era el objeto de los especializados análisis de la plantilla, las críticas a la remodelación se calmaba. Nuestro hombre, tranquilo por naturaleza, no encontraba explicación a lo que allí había ocurrido. Su trabajo consistía en que aquellos trabajadores y trabajadoras fueran trasladados de sus casas al polígono y viceversa y él se había apasionado con la idea de que el trayecto fuera más llevadero. El exceso de celo había hecho que, ahora, treinta y cinco personas pusieran en duda su profesionalidad. Él, que podía haber ocupado el puesto de Frenando Alfonso o Charlie Sainz, era cuestionado porque no cambiaba a tiempo de marcha entre un grupo de personas entre los que mayoritariamente no tenían licencia ni para conducir ciclomotores.

Aquel miércoles, algo agotado de escuchar opiniones y consejos, varió la ruta y se dirigió a la pista de carreras ante el asombro y los gritos del personal, que veía que no llegaban a tiempo al trabajo. El vigilante de la pista saludó sumiso a nuestro conductor que dirigió a la recta de salida el autocar. Las revoluciones subieron hasta el infinito y más allá, mientras el freno de mano se mantenía. Primera marcha y…, el autocar fue un precioso relámpago rojo que casi volaba sobre el asfalto: 120, 140, 160…, 200 kilómetros por hora. 210 y a tomar una curva a la izquierda. Un derrapaje perfecto. Imposible mantener la estabilidad de ese rayo con tanta precisión. En el interior, un silencio de pánico lo inundaba todo.

Más y más curvas y al final, de nuevo la recta. Un bocinazo y un suave pero rotundo frenazo.

Nuestro hombre sacó las llaves del contacto, hizo solemne entrega de éstas a Javi, Ataulfo y José Manuel, y tomó su utilitario rumbo a las montañas.

Aquella mañana no llegaron al trabajo. Tuvieron que ir a rescatarles con un viejo autocar negro oscuro mate. Eso sí. ¡Mucho más serio! ¡Dónde iba a parar!


En la lejanía, la música en el utilitario de nuestro hombre ensordecía con su tema preferido.

Éste:

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1 comentario:

  1. Jo, que exagerados son los "contadores de historias", o mejor dicho, los escritores. Exagerados sí, pero no por ello irreales, je, je. Una vez más las citas del Quijote: cosas veredes amigo Sancho, o esta otra: ladran luego cabalgamos, tienen cabida aquí. Ronteky

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