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domingo, 26 de junio de 2011

La más grande casualidad

Entré en la cafetería. Al poco de cruzar la puerta vi esa melena brillante coronando una elegante postura de mujer. Su mirada brillante y clara perforó mi corazón; su sonrisa dejaba entrever una tentación difícil de sobrellevar con caballerosidad, sus manos de alargados dedos incitaban al placer... Sin recato alguno, con una desvergüenza que no sentía hacía años, me senté junto a ella. A los pocos minutos era como si nos conociéramos de toda la vida. Mejor, como si nos hubiéramos conocido en otra vida y no existiera en nuestros cuerpos ningún secreto...



Yo no sabía moverme en aquella ciudad. No sabía moverme ni por mi vida. Casi sin darme cuenta aparecí en el asiento del copiloto. Como una heroína comandaba la nave. Asía el timón con seguridad, con firmeza, y allí encerrado me sentí atrapado. Cómodamente atrapado. Me dejaba llevar viendo su sonrisa cautivadora. El mundo desapareció y sólo éramos ella y yo. Y ella llevaba el timón.

Ante su silencio largo y electrizante, disparé:

"¿Tú te acuerdas de mí?; ¿verdad?”.

Una sonrisa larga, algo canalla, coincidió con un aumento en la velocidad. Siguiendo al gran Sabina comenzó a pisar el acelerador. Otro silencio que se me hizo eterno:

"Claro que te recuerdo. Hace sólo treinta años. Fue sólo un día de hace treinta años. Pero me acuerdo. Perfectamente".

Un temblor húmedo recorrió todo mi cuerpo hasta el alma. Treinta años hacía que entró en aquel garito madrileño. Entre cubatas, sudor, decibelios y drogas apareció ella. Burning. Esa noche actuaba Burning. Los primeros acordes enloquecieron al personal cuando nuestras miradas confluyeron olvidando amigos, amigas, decibelios, sudor, cubatas, drogas. "Qué hace una chica como tú en un sitio como éste..." Me acerqué con una desvergüenza que he perdido con el tiempo. Sin ningún rubor la tomé por el hombro mientras su clara mirada brillaba más y más. Y Burning, "...qué clase de aventuras has venido a buscar".



Dos minutos transcurrieron y nuestras bocas estaban unidas. "...mujer fatal, siempre con problemas, mujer fatal..." Nuestras lenguas se encontraron en su cueva húmeda con mil sabores afrodisiacos. En menos de una hora nuestros cuerpos se enredaban en una sinfonia de pasión. Recuerdo su cuello, su torso, sus piernas..., su espalda grabada en mi retina. Sus pies sensuales...

No había amanecido cuando marchó. Sólo me quedó su imagen, un nombre que no supe si era cierto y unas lágrimas en sus ojos. La esperaban. Su viaje de fin de curso había pasado por Madrid y tenía que volver a su provincianismo. La esperaban. La esperaba un futuro de éxitos laborales y desastres personales. Al fin y al cabo, Madrid esos días era un sueño.

Y ahora me tenía en sus manos. En su coche. Los papeles cambiados treinta años después, cuando en la radio, en una cadena de nostalgias, empezó a sonar Nacha Pop, "me asomo a la ventana eres la chica de ayer.."

Nunca una casualidad había sido tan enorme "¿Y ahora qué?", sólo me atreví a murmurar. Me miró por el rabillo del ojo y sonrió con un brillo en la mirada que no había visto desde los 17 años...

Con una seguridad de heroína callejeó y, sin apenas utilizar el pedal del freno, entramos en un aparcamiento subterráneo. Nos comunicábamos.., no sé cómo, pero nos comunicábamos más allá de miradas, sonrisas y monosílabos. Comenzamos a caminar por aquellas calles que yo desconocía. Insistí con voz trémula, "¿y ahora qué?"

Se detuvo.

"¿Por qué nunca me llamaste?", me interrogaba mientras su gesto brillante viraba de rumbo, "¿por qué nunca me escribiste?"

Me quedé helado: "¿Cómo?", pregunté con los ojos desorbitados. "Ni siquiera supe nunca si tu nombre era cierto, a pesar de que tú fuiste la mayor certeza de mi vida. Eres la mayor certeza de mi vida. La única certeza que tengo". No lo vi. Dios. El único papel que tenía que haber visto y no lo vi.

"Sobre la mesilla..."

Sobre la mesilla yo no vi nada. Ni en ninguna parte vi nada. Estaba ciego de amor, atenazado. En aquella habitación de aquel apartamento compartido estuve encerrado varios días con su imagen rodeándome. Sin aire para respirar, el corazón desmandado. Y ahí, en un papel, al lado del dolor estaba su antídoto. Sentía que mi gesto estaba descompuesto. El suyo también. Era como si en un momento hubiéramos sido conscientes de haber perdido nuestras vidas. Como si nuestras vidas hubieran estado encarceladas. Una cadena perpetua por culpa de aquel maldito papel invisible. Y nuestras vidas estaban acostumbradas a las cárceles en que nos habíamos encerrado. Teníamos pánico a esa posibilidad de libertad que, de repente, se nos había presentado. Yo tenía pánico, que su rostro denotaba que el mundo se deshacía como un castillo de naipes. "¿Y ahora qué?", repetí por tercera vez.

A pesar de la primavera y el Sol, corría un viento frío. Y allí parados, en una plaza anónima tomé su mano derecha buscando recibir y dar cariño. Aquella mano, que recorrió treinta años atrás cada recoveco de mi cuerpo, volvía.

Sus dedos largos, ágiles, de pianista, fueron suavemente aprisionados por los míos. La piel suave de su mano me electrizó el alma. Acerqué su mano fría, muy fría, a mi cara. Un breve recorrido la llevó de mi mejilla hacia mis labios. Un beso suave, casi imperceptible y..., su mano izquierda comandada por la piedra de un anillo enorme, que escondía otros anillos y secretos, liberó a su compañera de mi presión, suave, pero presión.

"¿Ahora qué?", dijo ella por fin mientras colocaba sus Ray Ban para que no pudiera descubrir su mirada. "Yo no puedo escapar de mi cárcel. Pero cada día de mi vida, aunque seas como un fugaz rayo, apareces en mi cabeza. Y te hablo, y te siento, y te presiento. Tu imagen me ayuda a sobrevivir en medio de la mediocridad y no quiero estropear esa sensación. Nuestros cuerpos, entonces jóvenes, se unieron en unas sensaciones que no he vuelto tener".

Caminamos hacia el aparcamiento.

"¿Te llevo?"

Pero yo necesitaba aire. No sabia ni dónde estaba, pero necesitaba aire mientras en mis ojos se agolpaban las lágrimas. Un abrazo sin mayores pretensiones. Su cuerpo, tenso pero repleto de dignidad hacía que mi corazón se estremeciera. Roce de mejillas y melena. Y adiós. Sin mirar anduve y anduve. El viento frío hizo que las lágrimas de mis ojos se ventilaran. Treinta años después, se repetía la historia. Y aún no sabía si aquel nombre era cierto, mientras pensaba que siempre nos quedaría Burning, aquella sala, la movida. Cogí mi iPhone para chequearlo. Un papel se enganchaba en la funda. A boli, un nombre, ¡su nombre! ese nombre que siempre me sonó un poco a broma. Y unos apellidos. Y un número de teléfono. Y una dirección. Y un correo electrónico.... Esto era el principio de... No sé de qué, pero de algo.

4 comentarios:

  1. estamos continuamente cruzando nuestras vidas con las de otros y existen momentos mágicos continuamente, solamente hay que abrirse a ellos... un besote

    bego (baulartesanodebego)

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  2. Sensualidad, evocación, desconcierto, magia, vida... umh... cuantas cosas se citan en este pasaje. El lenguaje toma forma ante emociones tan profundas. La razón se esconde para dejar paso a la imaginación. Mi vista se nubla, y el cuerpo se afloja.
    Es tan fácil dejarse llevar; balancearse en lo hermoso, lo sutil. Me encanta porque te puedes perder, y de pronto recordar que siempre hay una ventana abierta por donde respirar.

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  3. Genial. Genial. Genial ¿No sigue?

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  4. Parece que últimamente se siente inspirado, me alegro mucho, que ya echaba de menos tus historias.
    ¿¿y ahora??

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