En tiempos de "La Piragua". |
Debo confesar que no fui un lector prematuro. Tardé tres años en comenzar el aprendizaje de la lectura y hasta los cuatro no reventé en la profunda lectura de La piragua, un libro lleno de dibujos atractivos de una pandilla de criaturas que me guiaron en la aventura de la lectura.
Siempre agradeceré a mi sita Margarita, de Párvulos 2, su inestimable guía. Rápidamente entendí que la lectura y la escritura iban de la mano y compuse en aquel tiempo mis primeros versos: “El cielo es azul, azul es el cielo, los ojos de mi madre igual que ese cielo”. Era cierto que el cielo era azul, pero los ojos de mi madre eran tristes y de un color indeterminado, empequeñecidos por las gafas de esa miopía que le regaló el hambre de la postguerra. Veo dos opciones: o había un extraño rollo freudiano con los ojos de mi madre, o bien entendí que aquellos versos, exageradamente moñas y asonantes los pares, tenían un poco de ritmo. A saber. La memoria no me da para más.
Superada La Piragua, me enganché a Carlitos y Snoopy, cuando todavía no era cosa de pijos, y a La familia Cebolleta, que compartían espacio. Luego vinieron compulsivamente Mortadelo y Filemón y el extraño placer de despertarme los sábados temprano para devorar sus aventuras junto a Zipi y Zape, Sir Tim O´Theo, Anacleto agente secreto o El Botones Sacarino y la 13 Rue del Percebe. Sí recuerdo una pequeña colección de mi padre, siempre rusófilo, con unos preciosos dibujos de El Correo del zar” que acabó desgastada.
El primer libro que recuerdo con pasión fue la historia de Gengis Khan, entre mis ocho-nueve años, de aquella magnífica colección (¿aventuras?) que intercalaba páginas a modo de cómic y texto corrido. Como revistas profundas me apunté un poco después al Club don Miki, con las aventuras clásicas de Disney y reportajes “de interés”.
Me recuerdo con Sherlok Holmes, con las batallas de Leningrado y Stalingrado y con cuentos de Poe. Recuerdo a don Antonio, de sexto de EGB sorprendido porque leía los Cuentos rusos, en la colección RTVE que tuvo media España. “Cómo lees esto”, me preguntó. Respuesta sincera: “porque me lo ha recomendado mi padre” (sí es que era muy rusófilo).
Recuerdo a la sita Maribel, en séptimo de EGB dejándome unos Entremeses de Cervantes para que memorizara un personaje que iba a interpretar a final de curso (yo era “Lorenzo Pasillas, sotasacritán desta parroquia y busco en esta calle lo que hallo y tú buscas y no hallas…”) Aquel libro dormía en la mesilla junto a mí… Al final se lo devolví y con el tiempo me compré un ejemplar para mí.
Pasaron los años, siempre acompañados por libros diversos y variopintos, y llegó el confinamiento por COVID-19 para conmemorar el Día del libro encerrado en casa. Los libreros tristes (y preocupados por el futuro), porque no hemos podido salir a las calles a comprar; los libros contentos porque muchos de ellos nos estaban esperando. Y nos encontramos, y nos disfrutamos… Mira, en este momento se despeja y veo desde la ventana que el cielo es azul, azul es el cielo, los ojos de mi madre, igual que es cielo. (Señor, señor). Bueno, no seamos extremadamente autocríticos, que Neruda pudo escribir los versos más tristes esa noche…
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