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miércoles, 3 de febrero de 2010

Gracias al virus / El taxi de ida

Como no hay mal que por bien no venga, debo agradecer a los virus que atacaron a mi ordenador un par de experiencias con taxistas. En los últimos tiempos no requiero de este modo de transporte en Madrid, pero cargar con la C.P.U. en Metro o autobús para que el bueno de Javi me la pusiera en órbita (la C.P.U.), pues no era plan. El viaje de ida, con mi disco duro enfermo, fue de los más interesantes que he realizado en taxi. Y en fin, el de vuelta tampoco estuvo mal, que las mujeres taxistas son especialmente suaves en las frenadas…

A pesar del frío de aquella mañana entré en el coche sofocado y pidiendo permiso para poner el bártulo en el asiento de atrás: “sí hombre, puede usted ponerlo ahí. ¿No serán explosivos?” Le expliqué que era un ordenador enfermo y que aunque hiciera frío “hay que ver el calor que me ha entrado cargándolo”. Esta fue la frase clave para que el conductor enlazara con sus historias.

Era un hombre mayor, de cuidado pelo cano, voz profunda de actor de radionovela, elegante en el ademán, y con gracejo matritense. Y lo de haber hecho ejercicio cargando mi disco duro, pues le dio pie.

- Por prescripción médica tengo que andar cada día una hora –comenzó a narrar el taxista-. Yo vivo en Moratalaz y doy cada día la vuelta al perímetro del parque que está ahí al lado del Carrefur, donde hay un enorme reloj. Pues ayer tardé cuatro minutos menos. Y era el frío, que me hizo acelerar. En verano me ocurre al revés. Me dio un angina de pecho y tengo que cuidarme.

- Es que el taxi es muy sedentario y eso no es bueno, sentencié yo en plan deportista.

- Yo ahora hago 12 horas, pero antes hacía 14 y eso es muy malo. La próstata. La próstata es lo peor. Por la postura y por la de horas que pasamos aguantando las ganas de orinar. Así que si usted ve a algún taxista con la puerta abierta y miccionando no piense usted que es un guarro, que es que no podía aguantar más. Porque además en Madrid no hay sitios donde podamos parar, donde haya servicios públicos en los que no molestemos como antes había en el Retiro. Y no le digo nada cuando en vez de orinar, te vienen las ganas de lo otro. Eso si que es horroroso. Yo estoy obsesionado con ello y llevo una dieta de deportista de élite, y con todo y con ello…, una o dos veces al año paso un mal rato. Menos mal que ya en abril me jubilo, que llevo cuarenta y dos años en el taxi.

- O sea que cuando usted empezó yo tenía sólo dos años. Sí hace, sí.

Y en plan cómplice le largué algo que le llegó al corazón:

- Entonces usted condujo aquellos enormes Seat 1.500 negros. Pues con uno de esos aprendí yo a conducir en la mili. Con ese cambio de marchas al lado del volante, que parecía el limpiaparabrisas.

- Claro que lo llevé. Y rodaban todavía los que tenían esos alerones… Y mire que a mí no me ha gustado nunca conducir.

Entonces me acordé de esos personajes de la novela de Landero de la que hablaba el otro día. El aventurero sedentario y el sedentarío nómada. Cosas de la vida… Pero continuó desarrollando su historia mi elegante taxista.

- Mi padre tenía un camión y mi hermano mayor le echaba una mano. Al final me saqué el carnet de primera, que se decía entonces, y cuando llegué a la mili, pues se encontraron con un tipo con todos los carnets de conducir del mundo. Que en aquella época no era fácil. En el campamento me pusieron de monitor, aunque los reclutas sabían conducir mejor que yo sin carnet, pero yo lo pasé bien. Luego me tocó como destino ser el conductor de un general. Y no se imagina usted qué peligro.

Y yo, que también anduve en esa guerra de conductor, que sí, “sí, sí lo sé. En mi época el Comando Madrid no paraba de atentar y…” Y me interrumpió:

- No si no me refiero yo a ese peligro. Le voy a confesar algo.

El taxista modulaba perfectamente su voz para crear un suspense digno de Alfred Hitchcock.

- El general era un hombre muy viejo, pero un sinvergüenza, que me tenía para hacer recados suyos, particulares. Que si esto, que si lo otro. Un día, incluso, me dijo que por favor le hiciera el favor de llevar a su mujer a dar una vuelta. La mujer era bastante más joven que él. Debía andar por los treinta y tantos. A mí me parecía una relación extraña, que además ella parecía como de otra clase diferente al general, -aventuraba el narrador de la historia-. La solía llevar por la Casa de Campo, alrededor del lago. En aquella época no había prostitución –aclaraba el conductor-, y cuando bajábamos del coche, yo me colocaba un par de pasos detrás de ella. Así hasta que un día me dijo que podía ponerme a su nivel. Y así lo hice.

Veía yo que avanzábamos por las calles, que llegaba a destino y la historia sin acabar. Pero continuó:

- Una mañana al cruzar una zanja le eché mi mano para que se agarrara. Y oiga usted, ¡cómo se agarró! En fin, un día por otro, que la mili era muy larga…, terminamos acercándonos tanto que acabé en la cama con ella.

Me lo suelta así de sopetón. Y el taxista parecía rejuvenecer con el recuerdo:

- No le digo yo que era peligroso. Si me pilla el general me fusila.

Y tras un silencio:

- Lo cierto es que siempre he sido yo de seducir bien. Con paciencia. No como se hace ahora, aquí te pillo, aquí te mato. Luego, después de la mili, me dijeron que el taxi era un buen negocio. Me metí como algo temporal, pero la vida te enreda… Y conducir no me gusta, pero la de cosas que me han pasado en el taxi…

La historia quedó clavada con el destino. No pude por menos que invitarle a que escribiera esas historias. Aunque lo bonito era escucharle con su profunda voz, con los matices que impregnaban la narración. A punto estuve de pedirle el teléfono para que me contara más experiencias, pero me limité a agradecerle que en vez la radio contara su vida.

Luego, el taxi de vuelta fue diferente, con una mujer taxista del más profundo de los madriles. Pero lo dejo para mañana.
Ahora os dejo con poquito de rap. Nach y taxi driver


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