Tras un eterno recorrido llegamos. Día de fiesta, de pasión desatada. Emilio se acercó:
- “Deplorable aspecto”, afirmó extremadamente sincero a modo de saludo.
- “No me encuentro muy bien. De hecho, me encuentro fatal”, contesté mientras buscábamos una grada para compartir.
El Muro me ofrecía pipas que yo rechazaba. El Muro me miraba de reojo mientras nuestros replicantes salían al terreno de juego como si fueran a disputar la final de la Copa del Mundo. No pude aguantar más, y en honor a esa vieja, eterna camaradería le conté:
- “Emilio. Esto se parece mucho a aquel partido. No puedo evitarlo. En la cara de mi hijo, en la cara de Manuel, en su cabeza, veo la cara, la cabeza de…”
-“¿De Toño?”, inquirió.
Y una treintena de años de silencio se derrumbaron en un instante. Nuestras miradas se clavaron. Sentí que sus ojos penetraban en mi mente y en mi corazón.
Un pitido señaló el inicio del partido. En ese instante evoqué el inicio del trágico final de Toño. En aquella ocasión los nervios me devoraban más que al resto. Estaba casi enloquecido. Quizá era mi última oportunidad para demostrar mi valía, no sé muy bien a quién, en un campo de fútbol. Toño no. Se le veía relajado y extremadamente seguro de sí mismo. Una actitud muy similar a la que en directo mantenía mi pequeño Manuel.
- “Aquello pasó. A todos nos afectó. Éramos unos chavales y el silencio y el tiempo deberían haber cicatrizado la herida. Hoy nuestro deber es disfrutar del partido con nuestros hijos. Nosotros desde la grada y ellos en el campo”, me decía Emilio, El Muro, mientras Manuel se acercaba peligrosamente al área contraria.
Los minutos transcurrían en una contienda que se desarrollaba con emoción según confirmaban los gritos y gestos del público, pero que mis ojos y mi mente se habían negado a digerir. Yo seguía en el otro encuentro, en el de hacía más de treinta años.
A escasos minutos del final: empate a uno. La tensión se desborda. El portero de nuestro equipo, del de Manuel, detiene un patadón impresionante. Asegura con las manos. Fija la vista en el horizonte. Dos jugadores están especialmente adelantados evitando el fuera de juego. Manuel es uno de ellos y… Hacia él se dirige un balón perfecto para el remate de cabeza. Segundos de silencio en el campo y las gradas.
Mi cerebro viaja del presente al pasado con angustia. El Muro, muy seguro, lanza el cuero hacia Toño y yo me acerco y él salta como un ángel por encima de todos, por encima del mundo y con un suave y preciso movimiento conecta un magistral cabezazo que se estrella en la portería contraria. Cae al suelo y yo, humillado y enloquecido por tanta perfección, le clavo una patada en la sien. Y otra. Mientras, todo el campo es un confuso clamor. Toño se duele de la cabeza y me mira desconcertado, pero la emoción del gol hace que aguante los últimos segundos hasta el final. Luego, una semana de intensos dolores de cabeza y la tragedia.
Manuel encaja un perfecto cabezazo, casi magistral. Logra el gol de la victoria y yo caigo al suelo sin sentido. Nunca. Nunca tendré la certeza de qué mató a Toño. Nunca tendré la certeza de si alguien vio la jugada completa.
Hola Alfonso: Hablaremos de este final tan sorprendente. Un beso
ResponderEliminarAlejandra
Naturalmente que hablaremos. Que las palabras lo son todo y contigo el tiempo vuela. Otro beso.
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