Blog de Alfonso Roldán Panadero

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En las fronteras hay vida y tuve la suerte de nacer en la frontera que une el verano y el otoño, un 22 de septiembre, casi 23 de un cercano 1965. En la infancia me planteé ser torero, bombero (no bombero torero), futbolista (porque implicaba hacer muchas carreras), cura (porque se dedicaban a vagar por la vida y no sabía lo de la castidad...) Luego, me planteé ser detective privado, pero en realidad lo que me gustaba era ser actor. Por todo ello, acabé haciéndome periodista. Y ahí ando, juntando palabras. Eso sí, perplejo por la evolución o involución de esta profesión. Alfonso Mauricio Roldán Panadero

lunes, 25 de diciembre de 2017

Conchita Panadero, mi madre, una mirada particular

La tristeza congénita y una desbordada miopía hacían que la mirada de mi madre, Conchita Panadero, con ojos de color indeterminado fuera… particular. Incluso en el día de su boda.

La tristeza se hizo fuerte durante su infancia, que no todo el mundo con siete años es testigo de cómo descerrajan un tiro a su madre. No hace mucho di unas pinceladas a esa historia. 

La miopía, de la que pasada la cincuentena se operó un poco, también fue consecuencia de la Guerra Civil. El hambre, la desnutrición infantil madrileña de la época atacaba a la vista como el frío a la piel. Eran también características de Conchita Panadero las secuelas de los sabañones. Sí. Esa generación de niños y niñas madrileñas pasaron frío, hambre y miedo. 

En el caso de Conchita, pasados los años, estas fechas navideñas se tornaban de una felicidad nunca vivida

Mi madre era una persona agradecida. Siempre agradeció a aquellas que ayudaron en su educación en tiempos muy difíciles. Esa especie de deuda la devolvió con el tiempo enseñando a mujeres mayores a leer, a escribir, a echar cuentas…, y también a escuchar en sus problemas. 

Aquel 21 de diciembre iba en Metro de Antón Martín hacia San Blas. Un grupo de “alumnas” esperaban para la función navideña previa a las vacaciones. Pero un derrame cerebral se interpuso en el camino. Debió sentirse mal, salió a la calle. Se sentó en un banco. Una señora la atendió. Llamó a una ambulancia y en el Día de Nochebuena se moría en el Hospital de la Princesa.

La mujer que la atendió se preocupó por ella, siguió la pista y apareció en el Tanatorio aquel 24 de diciembre. Recuerdo cierta impotencia en sus explicaciones y mucho agradecimiento por mi parte.

Ese 24 de diciembre el tanatorio era un oasis de tristeza en medio de petardos, celebración y fuegos artificiales. Un entierro en Navidad, cuando la luz empieza a apoderarse de los días, resulta como la mirada de Conchita Panadero…, particular.



Estas fechas son una mezcla de sentimientos: de feliz infancia, de frío de muerte y de sentir cerca a Conchita y Alfonso. Así leídos, los dos nombres juntos, parece este final una viñeta de Forges. Eso sí.



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