Lo leí en verano pero es más lectura de otoño, que diría el bueno de Pascual García Arano. Y yo no sé el tiempo que llevo preparando esta entrada, que seguramente será de las que más escaso éxito tenga.
Quienes rechacen por principio a Murakami pueden ir directamente a los la entrada de mañana por si cuela la música que se desliza por las páginas de esta espectacular obra. Dos mundos paralelos, “el fin del mundo”, una ciudad amurallada, extraña, onírica y agobiante, aunque quizá plácida. Y el otro mundo, un “país de las maravillas”, un Tokio del futuro, o no tanto.
Como le ocurre a Peter Pan, el protagonista del primero se ve despojado de su sombra y sus recuerdos, al tiempo que es obligado a leer los sueños. En el segundo escenario, un informático (“calculador”) al servicio de una organización del Gobierno, enfrentada a otra organización por el control de la información, se ve envuelto en una madeja de aventuras en las que juega un papel relevante un extraño científico, experto manipulador de conciencias, y su nieta.
La crítica al orden establecido comparte escenario con el amor, las emociones, el sexo. Y así nos encontramos en un mundo que nos puede recordar a Matrix. Ese Tokio del futuro que tanto empieza a parecerse a este presente en el que nuestro protagonista lo tiene claro: “A mí no me van las organizaciones. Carecen de flexibilidad, suponen una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. Hay demasiados cretinos dentro”. Evidencia a lo largo de la obra su desconfianza hacia el poder.
La ironía y el surrealismo siven a Murakami para enfrentarse al mundo de los sentimientos, las emociones, el corazón, la bondad, la maldad, la desesperanza, el desencanto, la tristeza…: “De modo que había bloqueado las palabras, había bloqueado mi corazón. La tristeza, cuando es tan profunda, ni siquiera permite metamorfosearse en lágrimas”.
Algunas sentencias me parecen memorables: “La equidad es uno de los conceptos que sólo son válidos en un mundo extremadamente limitado. Pero este concepto se extiende a todas las manifestaciones de la vida. Desde los caracoles y los mostradores de las ferreterías hasta la vida matrimonial. Lo abarca todo”.
Y al igual que en su reciente De qué hablo cuando hablo de correr, en este Murakami de los años 80, también está presente su preocpación por el talento y la educación que recibimos en la escuela: “Todas las personas poseen algún talento que les permite descollar al menos en una cosa. El problema reside en que mucha gente no sabe cómo desarrollar sus capacidades innatas y las acaba perdiendo. Por eso la mayoría es incapaz de descollar en algo”.
Y cómo no, la inmortalidad y la muerte, con una de las mejores definiciones de muerte que he visto. Eso sí, en masculino: “Morir significa marcharse dejando un envase de espuma de afeitar a medias”.
En línea Murakami, la novela está repleta de sonido y música, pero también el ambiente lo consigue citando novelas y películas: desde 2001, una Odisea en el espacio; hasta El luchador, pasando por El hombre tranquilo, Cayo largo, Fuerte Apache, La legión invencible, Caravana de paz, Río Grande, El Cid, Ben-Hur, Los diez mandamientos, La túnica sagrada, Espartaco, El sueño eterno, El hombre de las pistolas de oro, Duelo en el Atlántico…
Nuestro protagonista informático hace especial hincapié en una: “Me encanta Lauren Bacall en esta película (…) He visto Cayo Largo montones de veces para descubrir a qué diablos se debe, pero todavía no he hallado la respuesta. Quizá sea porque, en ella, Bacall simboliza la necesidad de simplificar la existencia humana. Pero no podría jurarlo”. Ahí os pongo el trailer para que recordéis:
Quienes rechacen por principio a Murakami pueden ir directamente a los la entrada de mañana por si cuela la música que se desliza por las páginas de esta espectacular obra. Dos mundos paralelos, “el fin del mundo”, una ciudad amurallada, extraña, onírica y agobiante, aunque quizá plácida. Y el otro mundo, un “país de las maravillas”, un Tokio del futuro, o no tanto.
Como le ocurre a Peter Pan, el protagonista del primero se ve despojado de su sombra y sus recuerdos, al tiempo que es obligado a leer los sueños. En el segundo escenario, un informático (“calculador”) al servicio de una organización del Gobierno, enfrentada a otra organización por el control de la información, se ve envuelto en una madeja de aventuras en las que juega un papel relevante un extraño científico, experto manipulador de conciencias, y su nieta.
La crítica al orden establecido comparte escenario con el amor, las emociones, el sexo. Y así nos encontramos en un mundo que nos puede recordar a Matrix. Ese Tokio del futuro que tanto empieza a parecerse a este presente en el que nuestro protagonista lo tiene claro: “A mí no me van las organizaciones. Carecen de flexibilidad, suponen una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. Hay demasiados cretinos dentro”. Evidencia a lo largo de la obra su desconfianza hacia el poder.
La ironía y el surrealismo siven a Murakami para enfrentarse al mundo de los sentimientos, las emociones, el corazón, la bondad, la maldad, la desesperanza, el desencanto, la tristeza…: “De modo que había bloqueado las palabras, había bloqueado mi corazón. La tristeza, cuando es tan profunda, ni siquiera permite metamorfosearse en lágrimas”.
Algunas sentencias me parecen memorables: “La equidad es uno de los conceptos que sólo son válidos en un mundo extremadamente limitado. Pero este concepto se extiende a todas las manifestaciones de la vida. Desde los caracoles y los mostradores de las ferreterías hasta la vida matrimonial. Lo abarca todo”.
Y al igual que en su reciente De qué hablo cuando hablo de correr, en este Murakami de los años 80, también está presente su preocpación por el talento y la educación que recibimos en la escuela: “Todas las personas poseen algún talento que les permite descollar al menos en una cosa. El problema reside en que mucha gente no sabe cómo desarrollar sus capacidades innatas y las acaba perdiendo. Por eso la mayoría es incapaz de descollar en algo”.
Y cómo no, la inmortalidad y la muerte, con una de las mejores definiciones de muerte que he visto. Eso sí, en masculino: “Morir significa marcharse dejando un envase de espuma de afeitar a medias”.
En línea Murakami, la novela está repleta de sonido y música, pero también el ambiente lo consigue citando novelas y películas: desde 2001, una Odisea en el espacio; hasta El luchador, pasando por El hombre tranquilo, Cayo largo, Fuerte Apache, La legión invencible, Caravana de paz, Río Grande, El Cid, Ben-Hur, Los diez mandamientos, La túnica sagrada, Espartaco, El sueño eterno, El hombre de las pistolas de oro, Duelo en el Atlántico…
Nuestro protagonista informático hace especial hincapié en una: “Me encanta Lauren Bacall en esta película (…) He visto Cayo Largo montones de veces para descubrir a qué diablos se debe, pero todavía no he hallado la respuesta. Quizá sea porque, en ella, Bacall simboliza la necesidad de simplificar la existencia humana. Pero no podría jurarlo”. Ahí os pongo el trailer para que recordéis:
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