Yo sí voy a votar. En realidad siempre he votado. Hasta cuando no tenía edad para votar sentía que votaba. En aquellas primeras elecciones en las que las colas de votantes, sedientos de democracia, daban la vuelta a los colegios electorales. Y las mujeres, las mujeres votaron más que los hombres gracias a una ley retomada que fue sacada adelante por Clara Campoamor en la República, después de una lucha sin cuartel hasta contra los suyos.
En aquellas primeras citas electorales lo de “la fiesta de la democracia” era cierto. Las familias se ponían el traje de los domingos en lo que era una auténtica fiesta, aunque aún con miedos. Los más mayores recordaban lo que era votar, pero el adulto común jamás había visto una urna. La inmensa mayoría no sabía cómo se hacía eso de votar. Algo habían oído, pero no tenían ni idea.
Y los muertos, o mejor, asesinados. Yo voto por ellos, voto por mi presente y por honrar la memoria de cientos de miles de personas que han muerto para que podamos votar. Miles de héroes anónimos que si se levantaran de sus tumbas o de las anónimas fosas en las cunetas no podrían creerse lo del “que más da” de tantas gentes de izquierdas. Voto por los abogados de Atocha, por Pablo Iglesias, por Julián Grimau, por Clara Campoamor, por Matilde Landa, por los brigadistas internacionales y sus sueños, por Miguel Hernández, por Machado, por Federico García Lorca y por tantas. Y por tantos. Incluidos los anarquistas, por Durruti, por Federica Montseny, anarquista y ministra en la República.
Porque ¿quién en su sano juicio no es libertario? ¿quién no sería feliz en un mundo sin fronteras en el que todo fuera de todos, en el que las personas fueran personas y no propiedades y propietarias?, ¿en el que el Amor se escribiera con mayúscula y fuera libre? Un mundo sin orejeras. Decía mi padre que para alcanzar ese punto, de momento, había que votar. Y aunque el mundo viviera en asamblea permanente, habría que votar.
Me gusta la acracia y soy algo rojo a fuer de libertario, como la mayoría. Los que no me valen son los de no ir a votar como postura estética, que se sitúan fuera del sistema en charlas de café, en face book o en twitter. No me valen los antisistema enganchados a las redes, que son el sistema en estado puro. No me valen los quemaiglesias que llevan a sus hijas a colegios de monjas; los pseudocomplices de okupas que compran ropa de marca; los que insultan las corruptelas de algunos políticos y se cuelan en la fila del médico por amiguismo; los que critican a los ricos y, en su mundo hipotecado, no pueden vivir sin consumir lo último en tecnología y culebrean su ambición en busca de más y más y más.
Todos vivimos con contradicciones. Son hasta divertidas. Pero ya está bien de “principios, pocos y flexibles”.
No me valen los obreros que piensan que todos los políticos son iguales, que es lo que los poderosos quieren que creamos. Es verdad que todo se parece bastante, pero hay matices: hay conquistas civiles por una parte y reconquistas medievales por otra.
Los que no votan, los que votan nulo tienen la capacidad de cambiar gobiernos, pero no ejercen su derecho. Ese derecho que tanto costó adquirir. Eso que se llama Soberanía Popular. Eso que hizo a las personas ciudadanas en vez de súbditas.
No me gusta lo que hay. No me gusta la traición de Zapatero a las conquistas laborales; no me gusta lo que otras veces hizo el PP, ni lo que insinúa y no cuenta Rajoy; no me gusta ni me fío de estos de IU, que prefieren que gobierne el PP en Extremadura a ellos mismos, no me fío de su historia de pinzas y sus pinceladas de irresponsabilidad en la sempiterna oposición sin valor para gobernar; no me gusta UPyD una marca publicitaria auspiciada por Pedro J. , que lleva homosexuales en sus listas y en Europa los denigra. No me gusta Rosa Díez, que ni se va a votar a sí misma por estar censada en Bilbao y hacer gestos de intolerancia, de venganza, de rabia. No me gusta cómo Rosa Díez vivió como parlamentaria europeísta por el PSOE, insultando al PSOE, porque no soporto la deslealtad, también presente en esa sigla divertida que es EQUO.
No me gusta el bipartidismo, pero no me gustan y respeto a los minoritarios que dicen estar felices porque se va a acabar el bipartidismo, cuando lo que se nos puede avecinar es el partido único. No me gusta y respeto a la izquierda fraccionada. No me gustan y respeto a los nacionalismos que agarran de los genitales al resto del Estado, cuando no al resto del mundo, con sus cosas aldeanas. Y menos me gusta, aunque respeto, a la izquierda nacionalista, esa supuesta izquierda con la que no se puede quedar a hacer la revolución de clase porque a la misma hora tiene la revolución de sus corporativismos geográficos, de sus cosas cerradas, endogámicas, de pueblo. No me gustan, pero los respeto porque votan, porque posibilitan el debate de las palabras, porque hasta puede que me convenzan.
No me gusta el panorama pero voy a votar porque las becas, la sanidad pública, la enseñanza pública…, las conquistas sociales, se mantienen con votos, no con escaqueos en las urnas, o votos nulos.
Voy a votar, cabreado y con pinza en la nariz, pero voy a votar. Me gusta votar y pensaré en tantas y tantas personas que el día 20 habrían votado, aunque cabreados y con pinza en la nariz.
El abuelo, votaría:
Los muertos y asesinados que dieron sus vidas para que un día como el de mañana podamos votar, se revolverían en sus tumbas y en sus fosas ante lo que se ha convertido aquello por lo que tanto lucharon. Ellos murieron para que al ciudadano se le diese voto, pero también para algo más importante: para que se le diese voz. Ante el espectáculo electoral en el que se ha convertido lo que pretendía llegar a ser la fiesta de la democracia, ellos, los muertos, nos verían votar y nos preguntarían: “Pero que hacéis? De qué sirve un voto sin voz?”. No fue por eso por lo que luchó mi abuelo ni por lo que estuvo condenado a muerte en una celda de Franco y al que se le perdonó la vida debido a una enfermedad de pulmón; total... para qué matarle y gastar una bala si tenía los días contados. Me hubiese gustado que Franco se enterase de que mi abuelo, que se libró de un fusilamiento, vivió hasta los 96 años.
ResponderEliminarLos que no votamos estamos en nuestro derecho a no hacerlo, y no porque nos de igual o porque “qué más da”. Muchos de los que no votamos lo hacemos con la misma convicción con la que un obrero se pone en huelga, pero con la diferencia de que al ponerse en huelga, el obrero deja de cumplir con su obligación como trabajador; que hablar y exigir derechos cuando uno deja de cumplir con sus obligaciones también es una contradicción. No divertida, por cierto. Los abstencionistas, a pesar de no jugar al juego “pseudemocrático” por entender que democracia es otra cosa, no eludimos ninguna de nuestras obligaciones con la sociedad y aunque no escogemos al dueño, contribuimos en mantenerle en su puesto.
Lo trágico es que esa Soberanía popular que hizo a las personas ciudadanas en lugar de súbditas, se ha convertido en una cómoda connivencia entre gestores políticos y en la que los ciudadanos seguimos siendo súbditos porque no nos dan voz, y es por eso, por el derecho a tener voz por lo que muchos murieron asesinados, no por un voto que no es más que un “quita y pon”.
Y como no, ahí están las orejeras; tú no respetas a los que no votamos, en cambio tu votas, y yo te respeto.
Mi abuelo, no votaría.
Amén.
ResponderEliminarEstupendo post, Alfonso!
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