Bilbao tiene su Torre Eiffel particular, la Carola, la dama grúa que fuera la más fuerte de los astilleros de toda la península. La Carola nos recuerda lo que un día fue, pero se levanta con dignidad mirando al futuro. Desde su nacimiento, en 1957, es vecina de la ría. Hoy vive en Abando, pero mira y es mirada desde Noruega. No es difícil imaginar aquellos días de trajín y ruidos; de polvo y griterío; aquellos días en que, gracias a una bella mujer, la Carola se llama Carola.
Dicen que Carola se llamaba una hermosa vecina de Bilbao que cada día llevaba el almuerzo a su marido, un trabajador de los astilleros. Dicen que tan bella era que todo el mundo se quedaba prendado por ella y que al final, la más imponente de las grúas adoptó su nombre. Otra versión asegura que era la bella mujer la que trabajaba, en Hacienda por más señas, y que cada día atravesaba la ría en un gasolino, pues vivía en Deusto. O sea, nada de llevar la comida al marido; que cada día pasaba frente a la grúa y frente al ejército de trabajadores que se quedaban absortos por tanta belleza. Y tan absortos se quedaban que se paraba la producción del astillero y, claro, dieron su nombre a la grúa.
Ahora, los rojos hierros de la Carola descansan a la orilla de la ría, junto al Museo Marítimo. Su soledad aviva un cierto aire de melancolía a las tardes de la ría, a esas puestas de Sol compartidas por otras soledades o por amantes agazapados en los pilares del puente Euskalduna.
Desde la orilla izquierda casi se puede hablar de tú a tú con la Carola, hoy testigo de infinidad de secretos; otrora, en los ochenta, testigo de la violenta reconversión industrial. Y en esa orilla izquierda, dirección al mar, la Carola sirve de guía en el barrio de Noruega. Parece que este barrio, orgulloso de sí mismo, “con Noruega no se juega”, tomó el nombre de los bacaladeros noruegos que por su tamaño no podían acceder a los muelles de Bilbao.
Bueno, no sólo eran noruegos, que los barcos que atracaban en los muelles de este barrio eran de todas las nacionalidades inimaginables. Si nos paramos en el silencio de la noche, todavía podemos escuchar las juergas nocturnas en aquel lejano siglo XVII; las peleas a espada por una mujer del barrio; los trabucazos a las puertas de las tabernas; las afrentas nacionalistas entre ingleses, irlandeses, franceses. Y si afinamos los sentidos podemos ver los fantasmas de tantos marinos muertos en naufragios y accidentes.
Aún queda en el aire de Noruega el alma canalla de otra época; aún pervive alguna taberna de manteles de hule y algún bar donde reposar los sentidos, como la Karola. En la terraza veraniega, primaveral y otoñal de la Karola hay gente diversa con ganas de hablar. Muros impregnados de murmullos en la Karola con tantos secretos como la grúa.
La música en la Karola es heterodoxa y ochentera, no sé si siempre, y llena de brillo la mirada de los cuarentones largos. Una rubia se convierte, por obra y gracia de su acompañante, en “una bruja de oro, en un pequeño gánster…” Un whisky se puede alargar eternamente en la Karola. Echan el cierre y no importa, “la rubia de oro” y su pareja, se quedan ahí envueltos por el aire canalla de otras épocas, vigilados, solamente, por los lejanos hierros rojos de una grúa dama. La más imponente.
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