Aún retengo aquel olor a tiza, aquel olor a pan con chocolate, aquel olor a nervios de viernes por la tarde con la campana a punto de inaugurar el fin de semana. Viernes de invierno en los que quizá acabábamos en casa de Toño, o en la mía, o en la de otro. Casas de interminables pasillos oscuros que milagrosamente se convertían en alegres y ruidosos campos de fútbol. Entonces, no hace tanto, las casas de las ciudades tenían pasillos y niños.
Aquellas tardes de viernes eran preludio de partidos matinales en el parque o, cuando había suerte, en el campo municipal. Campeonatos de colegio, campeonatos de barrio… Siempre la competición.
Y de entre todos, quien sin duda destacaba era Toño. A punto de los doce años, Toño era de tez blanca. Sus mejillas estaban salpicadas de pecas de todas formas y tamaños. Su pelo liso se agitaba en la carrera y siempre, siempre jugaba al fútbol. Jugaba con una pelota de papel, con un borrador, con una chapa, con una esponja. Jugaba en el aula, en los pasillos del colegio, por las escaleras, en el patio. Jugaba por la acera de la calle.
La tez blanca de Toño nunca conoció barba. Toño vivía para el fútbol y casi seguro el fútbol se lo llevó. La de la guadaña, disfrazada de balón de reglamento, nos lo arrebató tras un magistral cabezazo. Intensos dolores de cabeza y en menos de una semana la tragedia lo invadió todo. Su risa se transformó en una boca rígida color de cera. Sus sonoros y alegres gritos agudos se convirtieron en aterrador silencio. Su calor se apagó. Su brillante mirada se cerró, aunque siempre recordaré ese párpado derecho entreabierto, como si quisiera mirar y volver a la vida. Su piel blanca, ahora era mortecina y su cabello liso lo escondía un paño. Su agilidad era ahora quietud extrema. La muerte duele más cuando tiene rostro de niño a pesar de que ofrezca una faz tranquila, apacible, inocente. Aunque la memoria es traicionera, quizá para nosotros, sus amigos de infancia, era algo más incomprensible que triste.
Las leyes de la naturaleza se habían invertido: ver morir a un hijo puede trastornar la mente más lúcida. Su madre se convirtió en una demacrada sombra que intentaba sobrevivir y sacar adelante a la otra hija, María, la hermana pequeña de Toño. El padre, don Antonio, se encerró en su casa. A los dos años se trasladaron de ciudad porque no soportaban ver a los amigos de su hijo, ni convivir en los lugares por los que día tras día Toño iba creciendo con normalidad, con alegría, hasta que aquel balón asesino le golpeó la sien. ¿O fue la sien la que golpeó en un magistral cabezazo aquel balón?
Aquellas tardes de viernes eran preludio de partidos matinales en el parque o, cuando había suerte, en el campo municipal. Campeonatos de colegio, campeonatos de barrio… Siempre la competición.
Y de entre todos, quien sin duda destacaba era Toño. A punto de los doce años, Toño era de tez blanca. Sus mejillas estaban salpicadas de pecas de todas formas y tamaños. Su pelo liso se agitaba en la carrera y siempre, siempre jugaba al fútbol. Jugaba con una pelota de papel, con un borrador, con una chapa, con una esponja. Jugaba en el aula, en los pasillos del colegio, por las escaleras, en el patio. Jugaba por la acera de la calle.
La tez blanca de Toño nunca conoció barba. Toño vivía para el fútbol y casi seguro el fútbol se lo llevó. La de la guadaña, disfrazada de balón de reglamento, nos lo arrebató tras un magistral cabezazo. Intensos dolores de cabeza y en menos de una semana la tragedia lo invadió todo. Su risa se transformó en una boca rígida color de cera. Sus sonoros y alegres gritos agudos se convirtieron en aterrador silencio. Su calor se apagó. Su brillante mirada se cerró, aunque siempre recordaré ese párpado derecho entreabierto, como si quisiera mirar y volver a la vida. Su piel blanca, ahora era mortecina y su cabello liso lo escondía un paño. Su agilidad era ahora quietud extrema. La muerte duele más cuando tiene rostro de niño a pesar de que ofrezca una faz tranquila, apacible, inocente. Aunque la memoria es traicionera, quizá para nosotros, sus amigos de infancia, era algo más incomprensible que triste.
Las leyes de la naturaleza se habían invertido: ver morir a un hijo puede trastornar la mente más lúcida. Su madre se convirtió en una demacrada sombra que intentaba sobrevivir y sacar adelante a la otra hija, María, la hermana pequeña de Toño. El padre, don Antonio, se encerró en su casa. A los dos años se trasladaron de ciudad porque no soportaban ver a los amigos de su hijo, ni convivir en los lugares por los que día tras día Toño iba creciendo con normalidad, con alegría, hasta que aquel balón asesino le golpeó la sien. ¿O fue la sien la que golpeó en un magistral cabezazo aquel balón?
(Mañana continúa)
Estremece...no imagino el dolor de sus padres pero es antinatural que un hijo se vaya antes que su padres y que un ' inocente ' balón pueda arrebatar la vida a alguien...¿ es una historia real ? Pues me has dejado de piedra o de sal como la mujer de Lot...
ResponderEliminarBesos.:-(
Me temo que hay cierto caos en blogger. Que no se publican los comentarios. No sé si esto llegará, o se verá, o tal. Pero diré a Abril en París que la historia sigue mañana. Y que en eso consiste, en que se quede de piedra. O estatua de sal. Besos como los de Iconos medievales.
ResponderEliminarAlfon