Andaba yo con la tarima del cole en la cabeza y con el video que subí el otro día sobre los niños de Colombia y me vinieron a la cabeza los Institutos para Obreros. Una iniciativa de nuestro país. Nadie puede negar que los gobiernos de izquierda de la II República española tuvieron un especial interés en cuidar la educación. Este interés se mantuvo durante la Guerra Civil, y como dijera María Teresa León, «la España leal era como una inmensa escuela». Durante la contienda, bajo el Ministerio de Instrucción Pública de Jesús Hernández, se crearon diversos organismos para extender la cultura y luchar contra el analfabetismo: Milicias de la Cultura, Cultura Popular, Clubes de Educación en el Ejército, Brigadas Volantes de Lucha contra el analfabetismo o Institutos Obreros. Era objetivo de estos institutos elevar el nivel cultural de los trabajadores y, a la vez, preparar líderes que reconstruyeran el país después de la guerra.
«Los institutos obreros fueron la lucha por la cultura dentro de un nuevo modelo educativo, realizado en tiempo de guerra, eso es lo que tiene de revolucionario», me aseguraba la doctora Cristina Escrivá, especialista en el estudio de los institutos obreros, y añadía, «ningún país en guerra piensa en construir», sin embargo, «los alumnos de los institutos obreros eran el futuro de España».
El principal Instituto Obrero estuvo en Valencia, pero las principales dificultades se padecían en Madrid, la capital asediada, «bajo los bombardeos fascistas los mejores chicos y chicas sindicalistas estudiaban después de haber pasado unas pruebas de aptitud durante cuatro días, ante un tribunal examinador, de sus aptitudes para el estudio», explica Cristina. A pesar de las bombas fascistas, en el Instituto Obrero de Madrid (que estaba ubicado en la calle José Abascal 39, actual Secretaría de Estado para la Inmigración y Migración) se concluyeron dos semestres completos bajo la dirección del doctor en Física, Marcelino Martín del Arce, que al finalizar la guerra fue fusilado.
El 21 de noviembre de 1936, bajo la presidencia de don Manuel Azaña, el Gobierno de la II República crea por decreto el funcionamiento de estos institutos con la finalidad de elevar el nivel cultural de los trabajadores y, a la vez, preparar líderes que reconstruyeran el país después de la guerra. Cristina Escrivá explica que se crearon institutos obreros y por este orden en las ciudades de Valencia, Sabadell, Barcelona, Madrid y Alcoy.
El primero y más importante fue el de Valencia a cuya inauguración acudieron grandes personalidades de la época: el ministro de Instrucción Pública, Jesús Hernández; el subsecretario Wenceslao Roces; el poeta León Felipe y varios intelectuales que habían abandonado Madrid a causa de los bombardeos. Por sus pasillos anduvieron gentes de la cultura como Antonio Machado, y, como recuerda el profesor Juan Manuel Martínez Soria en su artículo sobre los institutos obreros, «Un ensayo de innovación pedagógica y de socialización política», recibió la visita del embajador de la URSS, Rosemberg y su esposa; de la mítica corresponsal Ilya Ehrenburg; de El Campesino y Pasionaria. Allí se escuchó la voz de León Felipe, Emilio Prados, Pla y Beltrán. Juan Gil Albert... Valencia contó con 356 alumnos, 120 hubo en Sabadell, 260 en Barcelona y 70 en Madrid.
Cristina Escrivá cuenta el testimonio de uno de los alumnos del instituto valenciano, Emilio Monzó Torrijos, quien se pregunta y explica: « ¿Qué es lo que aprendí, qué me fue útil en la vida? Muchísimas cosas. Excelentes profesores me enseñaron a ser ordenado, a estudiar, a razonar, a buscar en los libros la experiencia de otras personas, a tratar de aprender lo que no sé y a enseñar a los demás lo que sé, y a no limitar mis conocimientos a una sola disciplina».
En estos centros se trabajaba la coeducación, se vivía en régimen de internado y había una remuneración económica. Todos los alumnos tenían un carné que rezaba: «Certificado de Trabajo», nos recuerda Escrivá.
Conforme la guerra iba avanzando las dificultades fueron aumentando: «Anteanoche cené puré/ anoche cené puré/ y esta noche/ todos juntos/ cenaremos el puré», cantaban los jóvenes estudiantes. El final de la guerra dio al traste con esta revolucionaria experiencia, pero aquellos niños han llevado toda su vida una experiencia inolvidable, que en muchos casos les ha servido para poder acceder a profesiones relevantes en tiempos muy difíciles.
«Los institutos obreros fueron la lucha por la cultura dentro de un nuevo modelo educativo, realizado en tiempo de guerra, eso es lo que tiene de revolucionario», me aseguraba la doctora Cristina Escrivá, especialista en el estudio de los institutos obreros, y añadía, «ningún país en guerra piensa en construir», sin embargo, «los alumnos de los institutos obreros eran el futuro de España».
El principal Instituto Obrero estuvo en Valencia, pero las principales dificultades se padecían en Madrid, la capital asediada, «bajo los bombardeos fascistas los mejores chicos y chicas sindicalistas estudiaban después de haber pasado unas pruebas de aptitud durante cuatro días, ante un tribunal examinador, de sus aptitudes para el estudio», explica Cristina. A pesar de las bombas fascistas, en el Instituto Obrero de Madrid (que estaba ubicado en la calle José Abascal 39, actual Secretaría de Estado para la Inmigración y Migración) se concluyeron dos semestres completos bajo la dirección del doctor en Física, Marcelino Martín del Arce, que al finalizar la guerra fue fusilado.
El 21 de noviembre de 1936, bajo la presidencia de don Manuel Azaña, el Gobierno de la II República crea por decreto el funcionamiento de estos institutos con la finalidad de elevar el nivel cultural de los trabajadores y, a la vez, preparar líderes que reconstruyeran el país después de la guerra. Cristina Escrivá explica que se crearon institutos obreros y por este orden en las ciudades de Valencia, Sabadell, Barcelona, Madrid y Alcoy.
El primero y más importante fue el de Valencia a cuya inauguración acudieron grandes personalidades de la época: el ministro de Instrucción Pública, Jesús Hernández; el subsecretario Wenceslao Roces; el poeta León Felipe y varios intelectuales que habían abandonado Madrid a causa de los bombardeos. Por sus pasillos anduvieron gentes de la cultura como Antonio Machado, y, como recuerda el profesor Juan Manuel Martínez Soria en su artículo sobre los institutos obreros, «Un ensayo de innovación pedagógica y de socialización política», recibió la visita del embajador de la URSS, Rosemberg y su esposa; de la mítica corresponsal Ilya Ehrenburg; de El Campesino y Pasionaria. Allí se escuchó la voz de León Felipe, Emilio Prados, Pla y Beltrán. Juan Gil Albert... Valencia contó con 356 alumnos, 120 hubo en Sabadell, 260 en Barcelona y 70 en Madrid.
Cristina Escrivá cuenta el testimonio de uno de los alumnos del instituto valenciano, Emilio Monzó Torrijos, quien se pregunta y explica: « ¿Qué es lo que aprendí, qué me fue útil en la vida? Muchísimas cosas. Excelentes profesores me enseñaron a ser ordenado, a estudiar, a razonar, a buscar en los libros la experiencia de otras personas, a tratar de aprender lo que no sé y a enseñar a los demás lo que sé, y a no limitar mis conocimientos a una sola disciplina».
En estos centros se trabajaba la coeducación, se vivía en régimen de internado y había una remuneración económica. Todos los alumnos tenían un carné que rezaba: «Certificado de Trabajo», nos recuerda Escrivá.
Conforme la guerra iba avanzando las dificultades fueron aumentando: «Anteanoche cené puré/ anoche cené puré/ y esta noche/ todos juntos/ cenaremos el puré», cantaban los jóvenes estudiantes. El final de la guerra dio al traste con esta revolucionaria experiencia, pero aquellos niños han llevado toda su vida una experiencia inolvidable, que en muchos casos les ha servido para poder acceder a profesiones relevantes en tiempos muy difíciles.
En fin esas son las cosas que nos perdimos.
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