Los fines de semana eran las jornadas favoritas para la recolecta. A todos los periódicos viejos de casa, sumábamos los de los vecinos que pacientemente abrían la puerta y escuchaban el breve pero intenso sermón: "¡Hola! ¿Tiene algo de papel viejo, por favor?" El sermón, a veces se adornaba con "… es para el viaje de fin de curso", aunque con nueve o diez años no hubiera viajes de fin de curso; o "… es para la parroquia", aunque no supiéramos ni donde estaba la Iglesia más cercana". Los cartones eran auténticos tesoros.
El chatarrero del barrio pesaba los periódicos y los cartones en una báscula decimonónica, le restaba unos gramos y nos daba algunas monedas que nos venían de perlas. A lo tonto nos convertíamos en auténticos batallones de limpieza, indudablemente más efectivos que Wall-e.
En el patio interior de las casas amontonábamos los cascos de vidrio de las cervezas, del vino, del sifón, de las gaseosas o de la leche. Nuestras madres nos mandaban a hacer los recados con los cascos en una bolsa de tela, siempre la misma bolsa de tela con espantosas rayas. Romper un casco era una tragedia porque había que pagarlo. En ninguna tienda, en ninguna bodega, en ningún sitio regalaban bolsas de plástico.
Los coches de juguete se movían a propulsión manual, alcanzando los automóviles velocidades supersónicas. También había coches de cuerda, que más que el coche, lo divertido era el "rac-rac" del sonido de la cuerda. La ropa de un hermano pasaba a otro, o al primo, o al vecino, hasta que se convertía en trapos para limpiar la casa.
Esto era normal en Madrid, capital de España, hace tres décadas. El sentido común nos hacía reducir, reciclar y reutilizar los residuos. Ahora todos queremos ser modernísimos: políticos de izquierdas y derechas, cocineros de altos vuelos, ricos, pobres… Y por ello, las bolsas de plástico, las bandejas de plástico, las latas, los tetra paks nos invaden cada día. Y cada día nos cargamos un poco más este planeta. ¿Qué tal si revisamos el concepto moderno?
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