Allí he sido y soy capitán de barco, remero del Volga, ciclista como Eddy Merk, futbolista como Camacho, jugador de baseball, maratoniano, aventurero, mimo, fotógrafo, reivindicativo, biólogo, amigo de mis amigos, aprendiz de amante, pellero, acompañante de Baroja, hijo paseante, padre paseante, lector, me he sentido monarca y me he sentido plebeyo. El Retiro es más que un pulmón, es corazón y alma de los madrileños. Desde la Primera, en 1868, la Gloriosa. En Madrid, siempre las revoluciones han conllevado apertura de parques para el pueblo.
He visto la entrada de mi amiga Ana en su blog. Rememora su Cantabria de infancia y adolescencia, habla de cómo "la primera vez que te vi, mis ojos no te vieron" refiriéndose a las obras de arte, las iglesias románicas, que salpican su tierra.
Esa infancia y adolescencia ha evocado la mía. En el centro de Madrid, rodeado de asfalto y trajín, mis ojos buscaban el Retiro, veían el Retiro. Y lo siguen viendo. Ese Retiro era enorme, que hasta te podías perder... Su Cantábrico era el lago; su Peña Vieja, la montaña artificial; su palacio de ensueño el Palacio de Cristal. ¿Pero dónde si no, hay una estatua dedicada al demonio? Y allí, para cuatro siglos, un ciprés calvo, el más viejo árbol de la capital es testigo de las alegrías y las penas de la ciudad.
En primavera revienta el verde de los árboles, el azul del cielo y el rojo de la rosaleda; en otoño te puedes bañar en miles de hojas secas, rodeado de marrones; impresionante los inviernos de nieve, se convierte en la Estepa; y hasta en los tórridos veranos hay secretas corrientes de aire y paseos absolutamente sombreados.
Los fines de semana, los alrededores del embarcadero son bullicio de artistas callejeros, titiriteros, magos, humoristas, payasos, nñas, niños, patines y bicicletas; cerveza con patatas fritas o pipas y agua de la fuente; helados y barquillos; brujas, lectores de tarot, gitanas con romero de la suerte y la buenaventura, vendedores de pulseras, caricaturistas y banda municipal a las 12 los domingos. A las 9, en calma, un suave y melancólico saxo y "My way". Amantes a escondidas y amores proclamados.
Yo, en secreto, un par de veces a la semana piso su tierra, miro su mar, saludo al ciprés calvo. Y ahora me hacen pasillo las simpáticas esculturas de Ripollés. Y recomiendo la exposición en la Casa de Vacas de Antonio de Felipe, donde nos espera una sonrisa atístico deportiva.
He visto la entrada de mi amiga Ana en su blog. Rememora su Cantabria de infancia y adolescencia, habla de cómo "la primera vez que te vi, mis ojos no te vieron" refiriéndose a las obras de arte, las iglesias románicas, que salpican su tierra.
Esa infancia y adolescencia ha evocado la mía. En el centro de Madrid, rodeado de asfalto y trajín, mis ojos buscaban el Retiro, veían el Retiro. Y lo siguen viendo. Ese Retiro era enorme, que hasta te podías perder... Su Cantábrico era el lago; su Peña Vieja, la montaña artificial; su palacio de ensueño el Palacio de Cristal. ¿Pero dónde si no, hay una estatua dedicada al demonio? Y allí, para cuatro siglos, un ciprés calvo, el más viejo árbol de la capital es testigo de las alegrías y las penas de la ciudad.
En primavera revienta el verde de los árboles, el azul del cielo y el rojo de la rosaleda; en otoño te puedes bañar en miles de hojas secas, rodeado de marrones; impresionante los inviernos de nieve, se convierte en la Estepa; y hasta en los tórridos veranos hay secretas corrientes de aire y paseos absolutamente sombreados.
Los fines de semana, los alrededores del embarcadero son bullicio de artistas callejeros, titiriteros, magos, humoristas, payasos, nñas, niños, patines y bicicletas; cerveza con patatas fritas o pipas y agua de la fuente; helados y barquillos; brujas, lectores de tarot, gitanas con romero de la suerte y la buenaventura, vendedores de pulseras, caricaturistas y banda municipal a las 12 los domingos. A las 9, en calma, un suave y melancólico saxo y "My way". Amantes a escondidas y amores proclamados.
Yo, en secreto, un par de veces a la semana piso su tierra, miro su mar, saludo al ciprés calvo. Y ahora me hacen pasillo las simpáticas esculturas de Ripollés. Y recomiendo la exposición en la Casa de Vacas de Antonio de Felipe, donde nos espera una sonrisa atístico deportiva.
Alfon: me has despertado la necesidad de recuperar todas esas sensaciones que describes y que, adoptada por Madrid, viví en mis años universitarios. De este maravilloso espacio, recuerdo la magia de los títeres -que de vez en cuando vuelvo a recuperar con mis pequeñas- el bullicio de sus paseos, la posibilidad de perder la vista entre los árboles. Se hace ya recurrente la mirada al pasado. Creo que me estoy haciendo mayor demasiado rápido. Un abrazo.
ResponderEliminar