Blog de Alfonso Roldán Panadero

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En las fronteras hay vida y tuve la suerte de nacer en la frontera que une el verano y el otoño, un 22 de septiembre, casi 23 de un cercano 1965. En la infancia me planteé ser torero, bombero (no bombero torero), futbolista (porque implicaba hacer muchas carreras), cura (porque se dedicaban a vagar por la vida y no sabía lo de la castidad...) Luego, me planteé ser detective privado, pero en realidad lo que me gustaba era ser actor. Por todo ello, acabé haciéndome periodista. Y ahí ando, juntando palabras. Eso sí, perplejo por la evolución o involución de esta profesión. Alfonso Mauricio Roldán Panadero

miércoles, 15 de julio de 2009

El secreto del amigo secreto

Estúpido. Me sentía completamente estúpido apoyado en la base de aquella absurda estatua. Ahora me doy cuenta de que realmente era mi amigo. Fue mi amigo durante muchos años. Desde aquellos tiempos en que el mundo era el trayecto de calle que había entre mi casa y el colegio, hasta el día en que el barrio se convirtió en una minúscula partícula de mi vida. Incluso ese día en que decidí volar, lo hice junto a él y creo que siguiendo su consejo. El sabio consejo de la experiencia. De los mayores.

La ciudad, el barrio. Cuatro veces al día el mismo camino. Solo, o con los amigos, la calle se convertía en el más variopinto parque temático. Las tapas de las alcantarillas eran la puerta del infierno; las cacas de los perros, minas antipersona; los pasos de cebra, puentes colgantes sobre el infinito…, y a mitad de camino siempre me encontraba con él. Nunca faltaba a la cita. Yo, a veces pasaba veloz, pero él siempre estaba allí, como vigilando mi ruta.

Eran esos días en que un niño como yo podía vagar por las calles de Madrid, del barrio, sin que los mayores se preocuparan. Excepto cuando había manifestaciones. Esos días la tensión se respiraba y los padres iban a buscarnos al colegio. Los padres debían tener un sexto sentido porque siempre sabían cuando iba a haber lío… Los grises se apostaban por las esquinas, subían a las azoteas, pedían documentación a todo hijo de vecina. Luego, desde la ventana de casa veía el espectáculo: los gritos, los botes de humo, las pelotas de goma, alguna vez un tiro, las cargas, las barricadas, las sirenas… Y él aguantó todo aquello, siendo testigo de excepción. Incluso poniendo esperanza en el futuro.También eran esos días en que un niño como yo podía ir a la bodega y comprar vino sin tener que enseñar el carné de identidad. Esos días en los que el pan, la pistola de pan, se servía sobre una encimera de mármol rebosante de miguitas. Y había enormes colines de cincuenta céntimos de peseta. Eran esos días en que los quioscos de prensa empezaban a mostrar revistas de exuberantes portadas, y los amigos, en grupo, nos acercábamos intentando vislumbrar un pecho femenino como si fuera una misión de alto riesgo. Y él, siempre ese cómplice perfecto.

Pero hoy he venido y ya no estaba. No va a poder revelar el misterioso secreto que tanto tiempo compartimos. Él conocía el nombre de la más bella de las chicas del barrio. Él sabía quien era mi diosa. Miro lo que fue la papelería, hoy convertida en sucursal bancaria, y la recuerdo.Era la hija del dueño: no muy alta, morena, melena al viento, boca carnosa, enormes y profundos ojos negros y un cuerpo que año a año fue creciendo en curvas. Curvas sinuosas que apresaron mis sueños. Sus labios parecían esperar el más apasionado de los besos. Un beso, que yo ansiaba…Él lo sabía y hoy, con la fuerza de los recuerdos, he vuelto desear esa boca.

Y también conocía el secreto mejor guardado del barrio: el autor de la pintada que pedía “Libertad para Ca”, que al autor no debió darle tiempo a más y ahí aguantó hasta varios años después. Conforme crecíamos, la calle se llenaba de vida. La pintada aparecía y desaparecía sepultada por carteles y más carteles, las aceras se llenaban de pasquines, caravanas de coches con megáfonos a todo volumen: Jarcha y la Libertad sin ira; la Internacional de Teddy Bautista poniendo el voto a trabajar.


La calle se convirtió en la otra escuela y los billares en una especialización donde los cigarros corrían clandestinamente y donde los ruidosos flippers o pinballs iban dejando espacio a unos antediluvianos comecocos. Curro Jiménez, Sandokan y Los hombres de Harrelson eran auténticos héroes en blanco y negro.

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Nuestras mascotas eran gusanos de seda, que no había sitio para más. El problema era conseguir el alimento, la morera, que sólo la teníamos localizada por Carabanchel o La Elipa. A él no le gustaba que fuéramos arrancando hojas a las moreras aunque comprendía que los pobres gusanos tenían que comer. Era el ciclo de la vida.

Cuando bajábamos por la acera jugando al fútbol y llegábamos a la papelería, yo me las arreglaba para que ella saliera a la puerta y mirara, y el corazón se me desbocaba y ella sonreía. El mundo entonces giraba a la velocidad de la luz y sólo él parecía darse cuenta de lo que sucedía. Pero nunca ocurrió nada más. El temor, la vergüenza me amordazaba hasta que confesé al amigo que hoy no está, el nombre de mi amor oculto, con la esperanza escondida de que en algún momento él le contara mi gran secreto.

Hoy siento la soledad. Esa soledad que tantas veces ahogamos juntos. Hoy me siento extraño en el que fue mi mundo. Los billares son un extravagante almacén que vende de todo a precios de risa; el bar es una pizzería; la ferretería es otro banco; la panadería una boutique del pan, pero sin mármol, sin migas y con baguettes; la tienda de chuches es un locutorio; el quiosco sobrevive sepultado en libros y coleccionables frente a un sex shop; mi cole es un solar…

Me pregunto qué habrá sido de tantos y tantos colegas. Qué habrá sido de las chicas del colegio de monjas con quienes nuestros sentidos fueron despertando. Me pregunto que habrá sido de ella, de la que fue mi única diosa, aquella en la que pensaba mientras besaba a otras. Han pasado los años y su presencia sigue latente en mi corazón.

Ahora, ocupando el espacio de mis recuerdos, esta absurda estatua que según reza es en honor de…

Mi cerebro se agita y no es capaz de creer lo que leen mis ojos: con la tinta de un rotulador rojo, un corazón atravesado por una flecha con mi nombre y el nombre de ella. No es posible tanta casualidad. Repentinamente, una mujer madura, no muy alta, morena, melena al viento, boca carnosa, enormes y profundos ojos negros y un cuerpo esbelto me hechiza:
- Has vuelto… ¿Me recuerdas? Mi padre era el dueño de una papelería que estaba aquí- me susurraba mientras señalaba la sucursal bancaria.
Era ella. Es lo único que reconozco de mi calle, de mi barrio.
- ¿Me recuerdas tú a mí?
- ¿Cómo no voy a recordar los cientos de bolis bic que compraste durante una docena de años? Creo que gracias a ti aguantó el negocio –aseguraba mientras sonreía-. Además, ahí están nuestros nombres escritos junto a un corazón…
Mi alma se sobrecogía y el rubor me inundaba. Como si volviera a ser un torpe adolescente tartamudeé:
- ¿Qué fue de …? – y me interrumpió.
- Imagínate. Lo arrancaron sin pudor. Su lugar lo ocupa esta ridícula estatua. No pienses que era sólo tu amigo. Era el amigo secreto de muchos. Era el único árbol de toda la calle. También era mi amigo y me mostró vuestro secreto: nuestros nombres grabados en su robusto tronco rodeando un corazón atravesado por una flecha… Con el rotulador rojo yo he mantenido unidos nuestros nombres y el corazón. Como a mí padre, siempre se me han dado bien las pintadas...

Él ya no estaba. Nuestro árbol había sido asesinado. El ciclo de la vida no había sido justo con él. Pero cumplió como un amigo. En medio del asfalto y el trajín, era como un oasis verde que proyectaba una enorme sombra en los angustiosos veranos. Y ahora, en su ausencia, me dispongo a encontrar un beso que perdí hace muchos años en la boca más sugerente.



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