En enero de 1990, trabajaba yo en Mundo Obrero. En aquellos días, los
accidentes en la mina se sucedían uno tras otro. Y me fui a Oviedo, entrevisté
a Gerardo Iglesias, como rememoré en esta entrada; y bajé a la mina, al Pozo
Samuño, En Langreo. A Samuño le conocían como El Rojillo. De unos ochocientos
trabajadores, más de quinientos pertenecían a CCOO y alrededor de doscientos a
UGT. Resulta imposible narrar con suficiente elocuencia lo que supone
enfrentarse cada día a la mina, “más o menos, siempre sale alguien esgonciau”. He respetado el reportaje
(salvo algún giro que con los años veo desfasado), un reportaje, como tantos
que pude realizar gracias a la confianza que me daba de mi jefa Ángela
Bautista. Gracias a ella aprendí mucho y viví inolvidables experiencias. Pude
hacer el último periodismo que se hacía yendo a los sitios y con máquina de
escribir.
(¡Ah!, en esta ocasión las fotos son mías.
Salvo una, en la que salgo)
Cuando
baja el primer turno, el Sol no se ha atrevido a saludar. La oscuridad se
mezcla con la niebla y la niebla con los humos de una zona que siempre supera
los índices permitidos de contaminación. Al fondo, siluetas al contraluz de
farolas que iluminan lo suficiente como para crear un tétrico clima.
La
cantina es otra cosa, es el refugio de un buscado buen humor. Los carajillos
calientan el cuerpo y el ánimo. Antonio, Bocanegra,
saluda de su particular modo a los compañeros. Esto es, mezcla de puñetazos
con expresiones no excesivamente sensibles. De ahí su apodo, “me lo pusieron
varios, entre ellos el cabrón éste de José Luis”.
Bocanegra y José Luis son los encargados
de guiar los pasos del visitante. El primero no para quieto un instante. Echa
toda la carne en el asador de su vocabulario al saludar a los compañeros del
SOMA-UGT. José Luis es más calmado. Al percatarse de que para un madrileño a veces
es difícil comprender determinadas expresiones, reconoce que no hablan ni en
castellano ni en bable, “tengo dos guajes que están aprendiendo bable en la
escuela y no nos entendemos, y cuando fui a Madrid por el entierro de
Pasionaria tampoco nos entendían”.
Un
cigarrillo tras otro y comienzan los preparativos para bajar al pozo. Firmar en
libros y la frase mil veces repetida: “no se puede bajar con cámara de fotos ni
con nada que sea eléctrico”.
El
encargado de proporcionar el equipo, con una barba valleinclanesca, adopta una
actitud casi paternal. Mono, camiseta, calzoncillos, calcetines, botas,
guantes. Y un descolorido aunque limpio pañuelito. Su utilidad es bien
sencilla, “es por si te mancas, si te haces un corte viene muy bien para hacer
un torniquete. Aprovéchalo para envolver la llave de la taquilla”. Luego el
casco y la lámpara.
La
luz del día comienza tímidamente a aparecer. Unos minutos de espera antes de
entrar en la jaula. Los cigarros se devoran, luego son muchas horas sin poder
fumar. El gesto de los mineros expresa su odio a lo que les espera abajo.
Aparece un vigilante canoso y uniformado, encargado de que los que tienen coche
aparquen correctamente. Como si de un comandante en plaza se tratara, abronca a Bocanegra, porque “has movido un bidón
para meter tu coche”, y el supuesto infractor…, “habla mucho que no te
escucho”.
Hasta
la octava planta son 500 metros de vertiginoso descenso. Es adentrarse en las
entrañas de la tierra en eso, en una jaula. Por fin, la galería. José Luis,
“¿verdad qué impresiona la primera vez que entras en la jaula?” Uno, que lo más
profundo que ha bajado ha sido a la línea 6 del Metro de Madrid, intenta
envalentonarse, pero “sí que impresiona sí”.
“¡Camarada!”
Agua,
barro, vagonetas, polvo y una profunda oscuridad desvirgada exclusivamente por
el círculo de luz que produce la lámpara. En un mínimo espacio seco, unos
mineros toman el bocadillo. “En estas condiciones no puede aprovechar el
bocata”. Y Bocanegra, “lo que más presta en la mina es el bocadillo y un trago
de vino. Aquí abajo el vino sabe diferente”.
Un
rato de camino y comienza el descenso por la “rampla”. La “rampla” es el
taller, la explotación donde están trabajando los picadores. La rampla es
indescriptible, hay que tumbarse, “rotar”, colgarse…Todo el cuerpo y todos los
sentidos están en funcionamiento. Y ahí, haciendo malabarismos, los picadores.
Un “martillu” de siete kilos lucha desesperadamente con el carbón. Aquello es
la locura, saber que el salario es en función del mineral extraído enloquece a
picadores, a posteadores, a maquinistas, a barreneros, a artilleros… Esta
locura hace que a veces ocurra lo que ocurre. El temido derrame, el pie que se
pone en mal sitio…
Y Bocanegra, dicharachero, saluda: “¡hola
camarada!” Y suena bien. Ocurre como con el vino, la palabra camarada a
quinientos metros de profundidad suena diferente. Como el carbón que se le roba
a la tierra; a base de pelear con postes, entrantes, salientes..., se desemboca en
otra galería. En ésta, una máquina que intenta realizar el trabajo de los
picadores, “la rozadera”.
En
el sentido opuesto, los barreneros, hombres-músculo que levantan los “cuadros”
como si de plumas se trataran. Los “cuadros” son grandes vigas con algo más
de veinte kilos por metro. Y los barreneros inyectan la barrena para preparar
el terreno a los artilleros. El ruido que generan se introduce por todo el
cuerpo haciéndose insoportable. Y las paredes, como si lloraran, responden con
una espesa capa de miles de partículas de agua.
Aquí,
el ambiente es especialmente irrespirable. La humedad y el sudor inundan los
cuerpos. La ventilación se realiza artificialmente.
Retroceder
nuevamente por el barrizal que es la galería.
Chapoteos
y tropezones, “para aprender a moverse mínimamente por la mina, se necesitan
unos tres meses”. Un vigilante cargando carbón en una vagoneta. Bocanegra: “lo
que había que hacer era meter ayudantes en vez de reducir plantilla. ¡A quién
se le diga! Un vigilante cargando…” Y luego, por supuesto, una larga lista de
improperios contra Hunosa, los patrones, el Gobierno…
De
nuevo en la jaula. A través de la rejilla del suelo se observa cómo el fondo va
convirtiéndose en un minúsculo agujerito.
Sin
duda hay que tener mucho valor, o al menos buscarlo para enfrentarse todos los
días con la muerte, con los accidentes. Para enfrentarse con ese descenso al
infierno que es la mina. Más aún cuando los responsables de la seguridad, los
patronos, son “lo más ruin, explotadores y deshonestos empresarios que pueda
tener ningún otro sector”.
Marcha negra
Con
esta entrada quiero homenajear a esos valerosos mineros, a sus mujeres, que aman odian a las
entrañas de la tierra; a esos trabajadores, ejemplo de dignidad, que pelean por
salvar a sus comarcas y sus familias, bien sea en Asturias, León o Aragón. La
marcha negra llega a Madrid, por Moncloa, el martes a las diez de la noche. El
miércoles se manifiestan desde Colón hasta el Ministerio de Industria, a las
once de la mañana.
CON TU PERMISO LO COMPARTO EN MI FACCEBO,ORGULLOSO DE SER HIJO DE MINERO,GRACIAS POR TU REPORTAJE,ES REAL PERO LA GENTE QUE ESTA ENCONTR DE LOS MINEROS SOLO VEMN EL DINERO QUE GANABAN NO MIRAN EN EL AGUJERO QUE SE TENEN QUE METER Y ESTAR 8 HORAS ,GRACIAS PUES LA MINA ES ASI REALMENTE.
ResponderEliminarGracias, anónimo.
EliminarPrecioso reportaje Alfonso. De los que deja huella seguro. Me lo llevo al face y gracias ¡!
ResponderEliminarGracias a ti, "camarada".
EliminarHola, me ha gustado mucho. Ayer escuché a una mujer minera decir en la tele que su marido llevaba "15 años mojao", y acabo de entender lo que quería decir. Comparto en FB tb. ;-)
ResponderEliminarMuchas gracias, Susa. Si todos aquellos que critican a los mineros, bajaran una jornada a la mina..., pero de verdad. No descender en la jaula a la amplia galería, darse una vuelta y subir como hacen a veces en campaña los políticos... Si vieran cómo se arranca el carbón en una brecha de la tierra, casi sepultados... Je. ¿Cómo van a tener miedo los mineros a las ocurrencias humanas si se las ven cada día con las entrañas de la tierra? ¿Cómo van a temer a policías o guardias civiles, disparen con lo que disparen, golpeen con lo que golpeen? Los políticos no se enteran de que los mineros están hechos de otra pasta.
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