“El capitalismo se fue al carajo”, repetía mi padre, que era
comunista. O se decía comunista. Tampoco le dije nunca a ninguna de mis amigas
que mi papá era comunista. Ni que se paseaba en calzoncillos por toda la casa…”
Es uno de los pensamientos de la niña Claudia Piñeiro, protagonista de esta
entrañable novela escrita en primera persona.
Claudia en 1976 está abandonando la infancia. Vive esa
crisis de la Wendy
de Peter Pan en la Argentina
del golpe de Videla. Por ello, en más de una ocasión no he podido evitar que la
imagen de Mafalda viniera a mi cabeza.
Es una historia de recuerdos y de la relación hija-padre. Un
padre insatisfecho, frustrado, que no logra vivir la vida con felicidad; a
veces malhumorado, con un malhumor silencioso: “… le tenía miedo a su malhumor,
un malhumor que no eran gritos sino silencio…”
El relato tiene algo de freudiano: “La altura del propio
padre marca un límite, una cota, para bien o para mal, con la que se mide a
todos los hombres, los que ya conocemos y los que aparecerán en la vida
futura”.
Una historia en la que la joven Claudia, más allá de
secretos, tabúes y censuras, está con la
antena puesta. Vigilante como una Mata Hari de andar por casa que pilla al padre en algo extraño…:
escuchando una romántica canción de Gian Franco Pagliaro, No te vayas entonces, “… no pude decidir si mi padre la había
escuchado la noche anterior, a oscuras, mientras creía que todos dormíamos,
pensando en mi madre, en la señorita Julia, o en un mundo mejor”.
Pero esta novela, es también, quizá fundamentalmente, la
historia de la dignidad, de pequeños actos de rebelión, de pequeñas
heroicidades. De complicidades. Una complicidad que vive entre una adolescente
y su padre en un mundo de miserias.
Es una novela, originalmente dividida en dos partes, breve,
elocuente. De intensa y rápida lectura.
¡Ah! y esta es la canción que traía de cabeza a nuestra protagonista:
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