Si al terminar de escribir estas
líneas salgo a la calle con tal infortunio de que me caiga un tiesto sobre la
cabeza dejándome sin sentido sobre la acera y teniendo que ser trasladado de
urgencias a un hospital…, entiendo que en ese hospital seré un herido, un
accidentado, un enfermo, una persona con derecho a que salven mi vida, pero no
un cliente.
Cuando he sido estudiante he sido
eso: estudiante. Un ciudadano con derecho a la educación que no se ha
considerado un cliente de, por ejemplo, la Universidad Complutense de Madrid.
Últimamente, con la desbocada
privatización de servicios escondida en circunloquios como “colaboración entre
sector privado y administración pública” tengo la impresión de que el uso de la
palabra “cliente” gana posiciones en detrimento de la palabra “ciudadano”. Una
vez más es la perversión, la manipulación del lenguaje, de conceptos. Poco a
poco nos empapan de clientelismo. Cuando abrimos el grifo del agua no nos
fijamos en que tenemos derecho a ella porque tenemos derecho a la vida. Ya no
somos ni siquiera “usuarios” del Canal de Isabel II, somos “clientes”.
Desde luego nos hemos terminado
creyendo que la Constitución es papel mojado, por eso no tenemos conciencia de
que tenemos derecho a una vivienda digna. Ya no somos ciudadanos, somos
clientes de inmobiliarias y bancos que nos han hipotecado la vida.
Desde luego no recordamos cuando
utilizar un teléfono era un servicio público que nos garantizaba la
comunicación.
Nos quieren hacer clientes de algo
privado que se llama “Marca España”, incluida la Justicia de Gallardón, que
entre tasas y palos en las ruedas del turno de oficio hará inviable que seamos
presuntos inocentes e imposible que denunciemos a los todopoderosos.
Miedo me da que, como en Estados
Unidos, terminemos privatizando hasta las cárceles y que, como en Estados
Unidos los empresarios de cárceles exijan una cuota mínima de “clientes”, o
sea, de ocupación a los gobiernos, haya o no haya crímenes.
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