Blog de Alfonso Roldán Panadero

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En las fronteras hay vida y tuve la suerte de nacer en la frontera que une el verano y el otoño, un 22 de septiembre, casi 23 de un cercano 1965. En la infancia me planteé ser torero, bombero (no bombero torero), futbolista (porque implicaba hacer muchas carreras), cura (porque se dedicaban a vagar por la vida y no sabía lo de la castidad...) Luego, me planteé ser detective privado, pero en realidad lo que me gustaba era ser actor. Por todo ello, acabé haciéndome periodista. Y ahí ando, juntando palabras. Eso sí, perplejo por la evolución o involución de esta profesión. Alfonso Mauricio Roldán Panadero

jueves, 23 de enero de 2014

La mina, el penitente y Las Indias Negras (2)


En la anterior entrada explicaba cómo surgió mi interés por la figura de los penitentes, ese oficio minero cuyo objetivo era localizar grisú en las entrañas de la tierra. Ese oficio fronterizo con la muerte. Y mirando, buscando y remirando, todo me llevaba a una novela de Julio Verne: Las Indias negras. El nombre de Indias negras se lo dieron los ingleses a sus minas, enormes producciones que eran como otras colonias de ultramar. En realidad, unas colonias que dieron más riqueza al Reino Unido que las orientales.

Evidentemente esta novela de Verne no es de primera división, pero yo me lo pasé pip
a leyendo. Hay misterio, aventuras, suspense, amor, divulgación científica, incluso reflexiones sobre el ser humano. Con Verne viajamos a un mundo de paisajes y aventuras sin movernos del sofá. También en Las indias negras.

A pesar de ello, echo un vistazo a lo que de esta novela cuenta el periodista y autor de grandes biografías,  Herbert Lottman. Cuenta Lottman que 1877 fue un año prolífico para Verne y su editor Hetzel. Es el año de esta novela y de otra más conocida, Un héroe de quince años, que luego sería Un capitán de quince años. Con tanta producción resultaba habitual que el editor retocara los manuscritos del autor para que fueran más comerciales. El editor le confesaría a su hijo y socio sobre Las indias negras: “Los tres últimos capítulos estaban muy poco elaborados. Me han dado mucho trabajo porque no tenían una forma que permitiese añadirles suficiente cantidad de lo que les faltaba”. Opinaba que con su intervención el libro se venderá mejor, pues le ha injertado “un poco más de sangre, de carne y de sentimientos”. Con todo, no se hacía demasiadas ilusiones: “Va a ser un libro del montón; no del montón de los buenos, sino de los malos”. Pero el libro fue del agrado de Le Temps, que comenzó a publicarlo por entregas el 28 de marzo de 1877.

En sus primeras páginas queda patente ese sentimiento tan especial que tienen las personas que conviven en el trabajo de la mina: “No olvidéis que hemos vivido mucho tiempo juntos, y que entre los mineros de Aberfoyle es un deber el ayudarse mutuamente. Vuestros antiguos jefes no lo olvidarán nunca. Los que trabajan juntos no pueden mirarse como extraños…”, proclamaba James Starr, el ingeniero de la mina al despedirse, cuando todo indicaba que no había más carbón que extraer. Independientemente del tiempo, de la distancia geográfica y las traducciones me llama la atención algo que destaqué cuando bajé a una mina: el uso de la palabra “camarada”.

La cuestión es que años después de que se diese por agotada la mina, un grupo de cabezotas mineros: Simon, el que fuera capataz; Harry, su hijo y James Starr emprenden la búsqueda de nuevas vetas porque existen sospechas de existen… El capataz y su hijo viven en el interior de la mina junto a la esposa y madre, Margaret. Viven resguardados de las inclemencias del tiempo y de los humanos, pero hay más gentes deambulando por la abandonada explotación: Helen y Silfax, el malvado “penitente”. El bragado capataz da la primera definición del penitente:

“Efectivamente, señor Starr, es usted demasiado joven, a pesar de sus cincuenta y cinco años, para haberlo visto. Pero yo, con diez años más que usted, pude ver funcionar al último penitente de la mina. Se le llamaba así porque llevaba un largo hábito de fraile. Su verdadero nombre era fireman, hombre de fuego. En aquella época no había otro medio de destruir el gas mortífero que descomponiéndolo por medio de pequeñas explosiones, antes de que su ligereza lo condensase en grandes cantidades en lo alto de las galerías. He aquí por qué el penitente, con el rostro enmascarado, la cabeza envuelta con un capuchón y el cuerpo envuelto en su sayal, iba arrastrándose por el suelo. Respiraba en las capas inferiores, cuyo aire es puro, y en la mano derecha llevaba, elevándola por  encima de su cabeza, una antorcha encendida. Cuando el carburo se encontraba mezclado con el aire formando una mezcla detonante, se producía la explosión, que no causaba el menor estrago, y repitiendo varias veces esta operación, se conseguía evitar las catástrofes. Alguna vez, el penitente, herido por la explosión, moría. Otro lo reemplazaba. Así se hacía hasta que la lámpara de Davy fue adoptada en todas las minas”.

Además de la figura especialmente importante del penitente, Verne nos recuerda las espantosas condiciones de trabajo de los mineros en la Escocia del siglo XVIII, que tratados como esclavos a punto estuvieron de sublevarse veinte mil en Newcastle durante la guerra del Pretendiente.

Y entre excursiones mineras y citas vernianas de Walter Scott surge el amor y alguna reflexión: ¿es mejor vivir encerrados en un agujero, en un abismo sin miedos, o hay que salir al exterior aunque haga mal tiempo, respirar aire y enfrentarnos a la vida y los cambios?


En definitiva, una breve novela, interesante e imprescindible para investigar sobre la minería y la extraña figura del penitente. Una novela que en su día fue adaptada para la televisión francesa. Aquí os dejo este hallazgo. Si leéis la novela y no sabeis francés entenderéis lo que ocurre:

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