En la anterior entrada explicaba cómo
surgió mi interés por la figura de los penitentes, ese oficio minero cuyo
objetivo era localizar grisú en las entrañas de la tierra. Ese oficio
fronterizo con la muerte. Y mirando, buscando y remirando, todo me llevaba a
una novela de Julio Verne: Las Indias negras.
El nombre de Indias negras se lo dieron los ingleses a sus minas, enormes
producciones que eran como otras colonias de ultramar. En realidad, unas
colonias que dieron más riqueza al Reino Unido que las orientales.
Evidentemente
esta novela de Verne no es de primera división, pero yo me lo pasé pip
a leyendo.
Hay misterio, aventuras, suspense, amor, divulgación científica, incluso reflexiones
sobre el ser humano. Con Verne viajamos a un mundo de paisajes y aventuras sin
movernos del sofá. También en Las indias negras.
A
pesar de ello, echo un vistazo a lo que de esta novela cuenta el periodista y
autor de grandes biografías, Herbert Lottman. Cuenta Lottman que
1877 fue un año prolífico para Verne y su editor Hetzel. Es el año de esta novela y de otra más conocida, Un héroe de quince años, que luego sería
Un capitán de quince años. Con tanta
producción resultaba habitual que el editor retocara los manuscritos del autor
para que fueran más comerciales. El editor le confesaría a su hijo y socio
sobre Las indias negras: “Los tres últimos capítulos estaban muy poco
elaborados. Me han dado mucho trabajo porque no tenían una forma que permitiese
añadirles suficiente cantidad de lo que les faltaba”. Opinaba que con su
intervención el libro se venderá mejor, pues le ha injertado “un poco más de
sangre, de carne y de sentimientos”. Con todo, no se hacía demasiadas
ilusiones: “Va a ser un libro del montón; no del montón de los buenos, sino de
los malos”. Pero el libro fue del agrado de Le
Temps, que comenzó a publicarlo por entregas el 28 de marzo de 1877.
En
sus primeras páginas queda patente ese sentimiento tan especial que tienen las
personas que conviven en el trabajo de la mina: “No olvidéis que hemos vivido
mucho tiempo juntos, y que entre los mineros de Aberfoyle es un deber el
ayudarse mutuamente. Vuestros antiguos jefes no lo olvidarán nunca. Los que
trabajan juntos no pueden mirarse como extraños…”, proclamaba James Starr, el
ingeniero de la mina al despedirse, cuando todo indicaba que no había más
carbón que extraer. Independientemente del tiempo, de la distancia geográfica y
las traducciones me llama la atención algo que destaqué cuando bajé a una mina: el uso de la palabra “camarada”.
La
cuestión es que años después de que se diese por agotada la mina, un grupo de
cabezotas mineros: Simon, el que fuera capataz; Harry, su hijo y James Starr
emprenden la búsqueda de nuevas vetas porque existen sospechas de existen… El
capataz y su hijo viven en el interior de la mina junto a la esposa y madre,
Margaret. Viven resguardados de las inclemencias del tiempo y de los humanos,
pero hay más gentes deambulando por la abandonada explotación: Helen y Silfax,
el malvado “penitente”. El bragado capataz da la primera definición del
penitente:
“Efectivamente,
señor Starr, es usted demasiado joven, a pesar de sus cincuenta y cinco años,
para haberlo visto. Pero yo, con diez años más que usted, pude ver funcionar al
último penitente de la mina. Se le llamaba así porque llevaba un largo hábito
de fraile. Su verdadero nombre era fireman,
hombre de fuego. En aquella época no había otro medio de destruir el gas
mortífero que descomponiéndolo por medio de pequeñas explosiones, antes de que
su ligereza lo condensase en grandes cantidades en lo alto de las galerías. He
aquí por qué el penitente, con el rostro enmascarado, la cabeza envuelta con un
capuchón y el cuerpo envuelto en su sayal, iba arrastrándose por el suelo.
Respiraba en las capas inferiores, cuyo aire es puro, y en la mano derecha
llevaba, elevándola por encima de su cabeza,
una antorcha encendida. Cuando el carburo se encontraba mezclado con el aire
formando una mezcla detonante, se producía la explosión, que no causaba el
menor estrago, y repitiendo varias veces esta operación, se conseguía evitar
las catástrofes. Alguna vez, el penitente, herido por la explosión, moría. Otro
lo reemplazaba. Así se hacía hasta que la lámpara de Davy fue adoptada en todas
las minas”.
Además
de la figura especialmente importante del penitente, Verne nos recuerda las
espantosas condiciones de trabajo de los mineros en la Escocia del siglo XVIII,
que tratados como esclavos a punto estuvieron de sublevarse veinte mil en
Newcastle durante la guerra del Pretendiente.
Y
entre excursiones mineras y citas vernianas
de Walter Scott surge el amor y alguna reflexión: ¿es mejor vivir encerrados en
un agujero, en un abismo sin miedos, o hay que salir al exterior aunque haga
mal tiempo, respirar aire y enfrentarnos a la vida y los cambios?
En definitiva, una breve novela, interesante e imprescindible
para investigar sobre la minería y la extraña figura del penitente. Una novela
que en su día fue adaptada para la televisión francesa. Aquí os dejo este
hallazgo. Si leéis la novela y no sabeis francés entenderéis lo que ocurre:
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