Parece un hecho comprobado que el café es
oriundo de Arabia, qahwa, por obra y
gracia de la naturaleza. Lo que pertenece a la leyenda es que fuera un pastor
árabe, allá por los siglos VI ó VII el protagonista de este descubrimiento, al
observar la excitación de las cabras que comían determinados arbustos y decidirse
a experimentar dicha euforia en su propia carne. Después habrá venido la
conversión de este excitante en un placer para el gusto, desecando los frutos y
dejándolos hervir después.
En
cualquier caso, los almogáraves, soldados de élite y muy diestros, que
invadieron la Península Ibérica en el año 711 no debían llevar el novedoso
grano en sus alforjas, pues los españoles tuvieron que esperar hasta el siglo
XVII para que esta bebida les llegara a través de Europa.
El
uso y cultivo del café se había extendido por todo Oriente desde el siglo XV y llegaba a occidente por el comercio con
Venecia coffe. Pero lo más
interesante de esta historia es que con el café se importó a su vez la
costumbre de consumirlo en lugares públicos, como se venía haciendo en Constantinopla desde 1554. El café es,
desde que puso el pie en el suelo europeo, un placer social. Un placer social
que, además, jugó un papel importante en la revolución de la vida ciudadana de
toda una época.
El
primer café de Londres (1657) fue
considerado como una extravagancia, pero tres décadas después, el número de
estos establecimientos no sólo se había multiplicado considerablemente, sino
que se habían convertido en los centros de la vida política, social y literaria
londinenses. Hasta la abolición de la censura de prensa en Inglaterra, los
londinenses habían desarrollado el hábito de leer panfletos y los cafés proporcionaban
el mejor escenario para su difusión. Muerta la censura, proliferaron los
periódicos y muchos como El Mercurio
Ateniense, o La revista dejaron
de tratar temas políticos para dedicarse a la literatura; de esta última, La Revista, escribía un lector de
Norwich:
“La
he leído a algunos caballeros… en el café principal de aquí, tantas veces como
ha salido y está reconocida como el periódico más distinguido que tenemos para
entretenernos. Tuve algunas dificultades para lograr que el dueño del café la
comprara, pero ahora está convencido de que le aconsejé bien, pues no hay
periódico más solicitado”.
[Cita de A.
Beljame. Men of letters and the English Public in the Eighteenth Century.
(1948)]
El
intercambio de ideas políticas, filosóficas o literarias fue también el espíritu
primigenio de los primeros cafés
alemanes -en Lepzig, 1674; o Ratisbona, 1696- y franceses. Valga como botón
de muestra el célebre café parisino Procope, abierto en 1684 por el siciliano
Francesco Procopio dei Colltelli, donde Diderot y D’Alambert alumbraron la idea
de la Enciclopedia, tomando café…
En España, los cafés vinieron de la mano
de las costumbres afrancesadas a competir con las sombrías tabernas que tantos
motines y conjuras habían albergado. Los nuevos establecimientos, junto con la
moda que recortaba capas y sombreros, contribuían así a “moderar las costumbres
de nuestro país, tal como refería el periódico El duende especulativo (1761).
“Los
cafés –decía- establecidos en diversos cuarteles de Madrid darán justo nuevo
realce al carácter y las prendas de nuestra nación, enemiga mortal de las
tabernas, en donde nadie, sin manchar el honor, puede entrar a beber vino. Era
tiempo que supliéramos estos parajes con otros más decentes”.
Y
empezaron a proliferar en la capital estas, hoy famosas, sedes de tertulia –San Isidoro, El Colonial, El Levante, La Cruz
de Malta o Pombo-, donde una taza de café era mera excusa para entregarse
al placer de la charla. El mismo placer que ahora queremos seguir cultivando
cuando invitamos a nuestras amistades: “cuando quieras, tomamos un café…”, ese
café que nos mantendrá despiertos mientras arreglamos el mundo.
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