Hubo un tiempo en que los teléfonos eran unos artefactos
grandotes, con una rosca para marcar que sonaba rack, raaaaaaack, rack,
raaaaaack. Los había de mesa y de pared. Eran fijos, fijos. Eran parte del
mobiliario. Simplemente servían para hablar por teléfono. Mi infancia fue una
casa de la madrileña calle Atocha. El teléfono era de pared. Situado en una
salita donde hacíamos buena parte de la vida. Mientras hablabas por teléfono
podías mirar por la ventana y ver la siempre animada calle. Animada por
viandantes o por manifestaciones, dependiendo de la época. Debajo del teléfono,
salvado por un cristal y a modo de propaganda subliminal había un decálogo, que
bien podrían ser los mandamientos laicos. Cada día, sin querer, leíamos
aquello. Y aquello eran Las diez reglas
de Tomás Jefferson (sic). Con los años aquel decálogo terminó en el lugar donde
más horas echo en mi casa. Le puse un marquito nuevo. Eso sí. Debió ser un gran
tipo el tercer presidente de los Estados Unidos. No está de más recordar sus
“consejos”, concisos:
1) No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
2) No emplees a otro en lo que tu mismo puedas hacer.
3) No emplees tu dinero antes de ganarlo.
4) No compres nunca lo que te sea inútil bajo pretexto de
que es barato.
5) La vanidad nos cuesta más que el hambre, la sed y el frío.
6) No nos arrepintamos nunca de haber comido poco.
7) Nada cansa si se hace de buena voluntad.
8) ¡Cuántos disgustos nos han causado algunas desgracias que
nuestra imaginación nos hacía temer y que no han llegado nunca!
9) Toma las cosas por el lado bueno.
10) Si estás colérico cuenta hasta ciento antes de hablar.
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